martes, 22 de noviembre de 2011

Aerolíneas, separando la paja del trigo

 Por Agustín Rossi *
La misma noche en que la Cámara de Diputados aprobó el inicio del proceso de reestatización de Aerolíneas Argentinas (agosto de 2008) mantuve en el recinto un diálogo con un grupo de representantes de los trabajadores de la empresa que venían a agradecer el apoyo recibido. Les dije –palabras más, palabras menos– que debían asumir con responsabilidad el período abierto con la decisión de la presidenta Cristina Kirchner de recuperar para el Estado nuestra aerolínea de bandera. Les anticipé que la mirada de la sociedad iba a situarse sobre ellos y, tal cual había pasado con el Correo Argentino y AySA, no iban a faltar críticas descalificatorias sobre la nueva gestión estatal. La derecha iba a buscar en las acciones y posicionamientos futuros de los distintos sectores de Aerolíneas Argentinas nuevos argumentos para intentar regresar a viejos caminos privatizadores. Pasaron cuarenta meses y creo no haberme equivocado.
Lejos de contribuir a mejorar la gestión de la empresa, el conflicto desatado en Aerolíneas Argentinas está siendo aprovechado para reinstalar viejos prejuicios sobre la gestión estatal que pueden generar, más temprano que tarde, efectos negativos para los trabajadores que se dice representar. No es lo mismo representar a trabajadores de una empresa privada con una clara actitud de vaciamiento de Aerolíneas (como lo fue el grupo Marsans) que ser dirigente gremial de trabajadores de una empresa gestionada por un Estado que no duda en disponer de recursos para reducir el déficit operativo, mejorar la calidad de las prestaciones y la situación económica de sus empleados. Los dirigentes gremiales deberían percibir la diferencia a la hora de realizar sus planteos laborales.
Vale la pena hacer un poco de memoria. Las privatizaciones llevadas adelante en los ’90 no fueron el resultado de la casualidad. Esos procesos fueron puntillosamente planificados. Primero, criticaron sin piedad aspectos puntuales del funcionamiento de las empresas públicas. Luego, demonizaron la gestión estatal acusándola de corrupta e ineficiente. Finalmente, avanzaron en el desguace del Estado vía las privatizaciones. No fue de un día para el otro: lo inició Martínez de Hoz y se terminó de materializar con aquella máxima de los ’90: “Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”. En estos años dimos pasos muy importantes para modificar este sentido común instalado por años en la mentalidad de los argentinos. Estamos recuperando la idea de que el Estado es parte de la solución y no del problema. Pero la batalla cultural no está ganada del todo.
Por otro lado, no es casual que los medios de comunicación concentrados hagan foco en la figura de Mariano Recalde, gerente general de Aerolíneas Argentinas y Austral. Como manifestar las verdaderas intenciones puede ser “políticamente incorrecto” (hablar de reprivatizar Aerolíneas puede llegar a serlo), se busca descalificar nombres y apellidos concretos, pretendiendo que la condena sobre ellos termine abriendo una grieta en la percepción de la sociedad sobre determinados temas. En otras palabras, se demoniza a Mariano Recalde para descalificar la gestión estatal de Aerolíneas y avanzar hacia nuevos intentos de privatización. Pero además, Recalde reúne dos elementos que para las corporaciones son inaceptables: honestidad y juventud.
Antes de dirigir Aerolíneas, Mariano Recalde fue asesor del bloque de diputados nacionales que presido. En el mismo Congreso donde hace once años se recurría a la Banelco para aprobar una legislación laboral contraria a los intereses de los trabajadores (cuyo juicio oral está pronto a comenzar), Mariano Recalde desbarató con su honestidad un intento por abortar a través de coimas la ley de “Tickets Canasta” sancionada sobre fines de 2007 y promulgada por Cristina Kirchner apenas doce días después de iniciar su presidencia. Estas cosas para algunos son intolerables y hoy van por la revancha. No es casual que el intento de soborno a Mariano Recalde, autor de la iniciativa de ley junto a su padre Héctor, ocupó escasas líneas en la cobertura periodística de los mismos medios que hoy no se cansan de descalificarlo.
Además, los críticos más furibundos saben que atacar a Mariano Recalde implica también pegar por elevación a muchos jóvenes funcionarios –a los que despectivamente se los menciona como integrantes de La Cámpora– comprometidos con la gestión estatal de Aerolíneas. La estigmatización de la participación de jóvenes con formación política y técnica en la administración pública busca interrumpir el lógico proceso de renovación que toda gestión del Estado requiere, facilitando que los resortes de la administración queden en las manos de siempre. Yendo más a fondo, propiciar el fracaso de Recalde y su equipo es un claro intento por denostar el fuerte proceso de participación política de los jóvenes abierto por el kirchnerismo y que se manifiesta en la presencia de militantes sub 35 en concejos municipales, intendencias, legislaturas provinciales y, próximamente, en el mismísimo Congreso. La derecha pretende que los jóvenes regresen a lo privado (familia, trabajo, estudio); la presencia de la juventud en el ámbito público les molesta y muchos desearían que la política vuelva a estar plenamente en manos de los clásicos gerentes que resuelven las cuestiones sentados en la mesa de las corporaciones.
Seguramente, hay muchos desafíos pendientes en Aerolíneas Argentinas y, a pesar de los avances registrados en estos tres años de gestión estatal, tenemos que redoblar esfuerzos para mejorar más aún el funcionamiento de una empresa vaciada durante 18 años de conducción privada (Iberia, SEPI, Marsans). Creo que el momento amerita posiciones más constructivas a la hora del reclamo evitando caer en permanentes boicots al normal funcionamiento de Aerolíneas que terminan siendo funcionales a los intereses que desearían ver a la empresa en manos privadas y sin ningún tipo de vestigio de honestidad y juventud en sus cuadros gerenciales.
* Jefe del bloque de Diputados del Frente para la Victoria.

sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Qué es un militante?

   
Por José Pablo Feinmann


El 17 de noviembre de 2011

Un militante cree en la solidaridad social. No es un "individuo" en el pobre sentido que del individuo tiene el liberalismo burgués. Sabe que su individualidad se realiza en el grupo. Su incorporación al trabajo, a la producción, a su grupo de pertenencia, a su clase social, lo incorpora a la solidaridad, al compañerismo, a la amistad sincera. Para decirlo claro: lo humaniza. Un militante es un ser en constante proceso de humanización. Su militancia lo hará mejor padre, mejor hombre de su mujer, mejor amigo de sus amigos. Sabe que habita este mundo para luchar junto a los demás, no para usarlos.
El militante respeta el trabajo. No porque sea un sometido, sino, porque sabe que en el trabajo está su poder, su organizatividad y el sentido final de su militancia: la justicia social. Y también porque sabe que por fuera del trabajo, no sólo está la miseria económica, sino la otra: la social y la humana. La que hará de él un apartado, un egoísta, un resentido y hasta un delincuente.
El militante, cree en una verdad que lo trasciende y da sentido a su vida.
Esta verdad es su ideología, la ideología que comparte con sus compañeros y expresa su lucidez.
La ideología que hace de él un sujeto y no un objeto de la historia.
La ha amasado, a esta ideología, durante años, la ha padecido, la ha cuestionado, la ha asumido cotidianamente. Porque cotidianamente intentan quitársela, se la oscurecen y deforman desde las pantallas de la TV o desde las radios. Aparecen allí, frente a él, en su hogar, hombres cultivados, con buenos modales, racionales hasta el asombro y vértigo, implacables, que le dicen que no, que está equivocado, que todo está bien, o que todo está mal, pero que, en todo caso, nada está como él cree.
¿Cómo lucha contra toda esa insidiosa verborragia? Hablando con sus compañeros. Buscando la verdad donde está: en el grupo. Porque cuando los militantes son esto, militantes, y están unidos por sus intereses comunes, la verdad es una tenaz corriente eléctrica que los recorre y los une aniquilando el discurso del enemigo.
Porque es cierto (según postula un diabólico axioma del pensamiento autoritario) que mil repeticiones hacen una verdad. Pero no es menos cierto que mil repeticiones pueden también aburrir, transformarse en un sonido apenas desagradable y persistente. En suma inaudible.
El militante es un hombre que tiene una razón para vivir. Y más también. Cierta vez dijo Camas " Una razón para vivir es una razón para morir”. El militante, en efecto, puede llegar a morir por su causa. Pero en Argentina - hoy a esta altura de nuestra experiencia y de nuestro dolor- habrá que afirmar tenazmente que el momento más alto de realización de un militante es su vida (cualquiera de los infinitos actos en que su militancia lo ha comprometido) y no su muerte.
La deshumanización acecha también al militante. Puede transformar su ideología en dogma, en obstinación y autoritarismo. Puede creerse más heroico. Puede confundir el desprecio por la vida con el coraje. Puede enajenarse en su lucha. Puede olvidar las pequeñas cosas en nombre de los grandes ideales. Puede olvidar que los grandes ideales se persiguen y se conquistan para posibilitar las pequeñas cosas. Puede llegar a considerarse sólo el eficaz cuadro de una organización. Y hasta puede llegar al extravío de exigir también eso de los demás.
Puede llegar a realizar esta frase de Brecht: " Nosotros que nos unimos para luchar por la amistad entre los hombres, no supimos ser amigos”.
El viejo problema de los medios y los fines se agitan detrás de éstas ideas.
Pero si la militancia ha de servir para humanizar al militante, los fines deberán estar presentes en todos los medios. Porque el militante está vivo hoy, y es hoy, en cada uno de los actos que realiza para conquistar una sociedad más justa, donde están enteramente en juego su humanización o su envilecimiento.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Anarcocapitalismo y descolonización latinoamericana

Por Amílcar Salas Oroño* . P/12

1 Los cambios históricos se toman su tiempo. Pareciera que recién el siglo XXI ha traído para América latina la posibilidad de repensar su naturaleza “dependiente”. Frente a un panorama mundial marcado por una crisis financiera que no encuentra punto de equilibrio, el desprestigio de las principales instituciones supranacionales, gobiernos renunciados y ciudadanos “indignados”, una brecha se abre entre, por un lado, los mapas ideológicos que guían las respuestas en los países centrales y, por el otro, lo que sucede en nuestro subcontinente. Son disparidades no exclusivamente de la administración: reflejan un desacople de las mentalidades políticas latinoamericanas respecto de lo que, por siglos, resultó determinante en términos prácticos: la creencia de que nuestro progreso sólo sería posible si correspondiéramos a los modelos económicos, políticos y culturales de los países centrales. Un subterráneo quiebre ideológico que se asienta, sobre todo, en heterodoxas y originales fórmulas de regulación estatal sobre algunas dinámicas del mercado –como lo promocionan incluso académicos europeos y estadounidenses–. Una tendencial “descolonización” latinoamericana, un reacomodamiento de lo que usualmente ha sido considerado centro y periferia, un cambio en las autopercepciones.
2 La “condición periférica” supuso, tradicionalmente, que nuestro dinamismo capitalista (interno), aquel que modernizaría lo arcaico, que traería el desarrollo al subdesarrollo, se encontraba afuera, en el “centro”, en los países centrales. Buena parte de las discusiones culturales de los siglos XIX y XX, promovidas por los sectores dominantes de América latina, giraron alrededor de un mismo aspecto: cómo hacer para replicar en nuestros territorios las instituciones de las metrópolis. Planteos que se presentaron bajo todo tipo de travestismos teóricos y argumentativos, con ropajes de derecha e izquierda, con fórmulas singulares: comprar el paquete civilizatorio completo, distinguiendo entre metrópolis a ser imitadas –”si nos hubiesen colonizado los ingleses y no...”–, o bien avalando la instalación de comitivas extranjeras para hacerse cargo de los asuntos públicos, ya fuera bajo dictaduras militares o en momentos democráticos, como la no tan lejana propuesta, planteada originalmente por el economista R. Dornbush, de establecer un “comisionado general” para la Argentina en 2002. Lo “externo” siempre actuó como un horizonte en nuestra identidad; una colonialidad del saber –y del poder– funcional a la autorreproducción de las elites. Un mapa conceptual que se convirtió en un muro ideológico respecto de las propias potencialidades: la “condición periférica” no sólo era la raíz del problema sino la imposibilidad de resolverlo. Pero de un tiempo a esta parte, sobre todo con la deslegitimación del propio “centro”, de sus valores, el carácter de la “periferia latinoamericana” adquiere otros contornos.
3 La reafirmación periférica ocurre en el marco de una activación económica regional que, según los casos, ha presentado ciclos de crecimiento históricos. Una resocialización desde el mercado –sobre todo, vía empleo– completada por una socialización (política) promovida desde el Estado. Es precisamente ese carácter protector, normativo, socializador y dinamizador del Estado el que pone de manifiesto esa “descolonización” de las mentalidades –siendo que, a su vez, es también consecuencia de esos cambios– y el que ha sido refrendado, por ejemplo, en la última elección de CFK. En ese sentido, el contemporáneo Estado-centrismo latinoamericano sustituye la anterior noción de “centro”: éste ya no está afuera, sino que se localiza en la dirección que pueda darse a la regulación estatal –en sintonía con las ingenierías institucionales regionales–. Desde los diferentes “desendeudamientos externos” promovidos por los gobiernos en adelante, las autopercepciones endógenas de algunos países sudamericanos han recorrido una espiral ascendente.
4 Estos cambios en las mentalidades de la acción política son demasiado recientes; nuestras sociedades distan mucho de ser realidades tranquilizadoras: conviven el extractivismo que dinamita montañas con multinacionales que distorsionan el tipo de cambio, megaconstructoras, latifundios, trabajos esclavos y riesgos de todo tipo –a que caiga el precio de la soja, del petróleo, etc.–. Sin embargo, todos estos elementos, y otros, están al interior de un mapa político que hoy disputa otro diseño, que ya no es una simple prolongación o complemento de los países centrales. Esto ocurre en contextos democráticos, lo que vuelve indiscutible la legitimidad de la reorientación; la mayoría de los países ya atraviesan más de dos mandatos y los escenarios políticos muestran más o menos el mismo panorama: masivos respaldos electorales, donde la autoridad presidencial pareciera estar en un plano de valoración social muy diferente en relación con otro tipo de representantes –regionales, municipales o parlamentarios–. No sólo porque los presidentes se parecen más a sus pueblos, sino también porque, al margen de la dirección de los proyectos, su interlocución pública con la ciudadanía se plantea desde la invocación de una cuestión tan postergada como movilizadora: el interés nacional, su defensa, su proyección. La “descolonización” es, también, la recuperación de las autoestimas nacionales, esas que tan lejanas habían quedado durante el neoliberalismo. Es este interés nacional el que ha oxigenado la representación política, el que ha cambiado el contenido de los léxicos políticos, tan habituados a transitar siempre por la compaginación con los intereses extranjeros. Estado, democracia e interés nacional, despliegues concretos de “descolonización”.
5 Cuando llegaron los españoles, no teníamos alma. Después vino la estigmatización de nuestro sincretismo –religioso, de razas, de fuerzas productivas– como factor de nuestra decadencia; luego, que no teníamos filósofos, ciencia o “acumulación originaria”. El siglo XXI trae una revisión conjunta, en varios países al mismo tiempo, de estos moldes, de estas autopercepciones: una “descolonización” que se afirma y se retroalimenta a partir de las formas de regulación e intervención políticas de la época. Algo se quebró en esa referencia imantadora del “centro”: hay herramientas e intervenciones de gestión que se instrumentan –en general o en torno de la actual crisis– que son diseñadas desde estas latitudes y no desde afuera, ni atendiendo las necesidades de afuera. Las sujeciones concretas continúan y continuarán, pero no hay excusas para no seguir auspiciando estos reordenamientos en las mentalidades políticas. Es una tendencia, pero para un continente acostumbrado a delinearse a imagen de los otros, no es poco. Como si la “periferia latinoamericana” se dirigiera a una nueva y propia fotosíntesis de su identidad. A pesar de los países centrales; eso mismo, “Apesar de você”.
* Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).

martes, 8 de noviembre de 2011

¡Peligro Macri Jefe de Gobierno!


La política edilicia descontrolada en la Ciudad de Buenos Aires llevada adelante por el gobierno de Mauricio Macri se muestra nuevamente con su peor cara: matando gente por derrumbes.
El grado de irresponsabilidad y cinismo que presentan la autoridades políticas de la Ciudad pone a toda la ciudadanía en una situación de desprotección y abandono. Tanto Rodríguez Larreta como Macri no han asumido el rol que su investidura política les exige para tal caso. En los esfuerzos para zafar de las responsabilidades políticas y técnicas, no cuestionar la raíz del problema que es la construcción desenfrenada de edificios y torres, el desinterés cultural por el patrimonio arquitectónico y paisajístico de la ciudad y la manipulación política de los vecinos, el gobierno de Macri encuentra en las corporaciones multimedia ticas sus mejores aliados. Los vecinos víctimas del derrumbe de la calle Mitre al 1200 han quedado en la calle y sin una asistencia rápida y realmente reparatoria. Mientras tanto, los medios de comunicación parecen dispuestos a no apuntar contra el recién reelecto jefe de gobierno otorgándole un peligroso "perdonavidas" postelectoral.

Juan J. Olivera