miércoles, 25 de julio de 2012

Les recomendamos leer la siguiente nota publicada por Horacio González en el diario Página/12 el pasado 21 de julio.

Autonomía universitaria: problema de viejos


Por Horacio González *
Las autoridades de la UBA argumentan en torno a la autonomía universitaria para afirmar su voluntad de jubilar a los profesores que superaron el fatídico nivel de los 65 años de edad. De esta manera, se produce una invocación falaz de este concepto. No asombra que esto ocurra en la política universitaria –hablo de la que más conozco, la de la Universidad de Buenos Aires–, pues hace muchos años que no se escucha demasiado a las autoridades universitarias de esta casa proferir temas, conceptos o razonamientos que se refieran a las tradiciones propias del conocimiento. Es decir, a la filosofía en su relación con las artes y las ciencias, o a las relaciones del conocimiento con las condiciones de la existencia social. Este vacío de Universidad corre el riesgo de caracterizar hoy a la misma Universidad.
Entristece ver que se apela al concepto de autonomía cuando conviene a propósitos arbitrarios, y se lo omite raudamente cuando lo que está en juego es la perseverancia misma del sentido de la Universidad. No es la autonomía tan sólo una cuestión referida a los acontecimientos cordobeses de 1918. Ellos siguen actuando en la memoria universitaria aunque quiera negárselos por haber generado sus propias autocracias –ello ha ocurrido, sin duda—; pero aquellos principios siguen actuando. Porque principalmente son una apertura filosófica constante para pensar y situar lo universitario sin más. Para mí, la Reforma es un puñado de cosas que aún permanecen, aunque parezca que se discutan ahora cuestiones tan diversas a ella. Permanecen los textos de Deodoro Roca, que vacila entre declarar a toda ciudad como “Ciudad Universitaria” o volcarla al flujo social. O bien la Universidad abarcando todas las prácticas de conocimiento, o bien la Universidad poniéndose al servicio de las prácticas de transformación social. En el primer caso, el autonomismo es una soberanía absoluta del conocimiento universitario; en el segundo, una pieza más que hay que considerar como aparejo de un cambio político y de un estilo de compromiso social. No parece que haya variado la discusión. Esta es la discusión universitaria por excelencia: la permanente tirantez y desasosiego entre la Ciudad Universitaria y la Ciudad de la ciudadanía, el trabajo y las luchas.
¿A qué llamar autonomía universitaria? Precisamente al reconocimiento de esa tensión fundadora del sentido mismo de la Universidad. Cuando se quiere relativizar esa autonomía –que proviene de Humboldt, Kant, Renan y si se quiere, de Jauretche, Deodoro y José Luis Romero–, se da un paso en falso, por más garantizado que se crea en relación a las dominantes tesis politicistas en torno a las “autonomías relativas”. Sí, ya lo sabemos. No hay en el mundo nada que no se intersecte, combine o complemente con un saber anterior o simultáneo. El conocimiento real procede por pérdidas momentáneas de sus certezas para adquirir reemplazos pertinentes y categóricos. Pero la autonomía en su significado más elevado, que es el que pertenece a la Universidad, supone la elección de su enunciación propia, exonerada del peso del Estado que la financia. La comprensión de esta sustancial rareza es su verdadera originalidad. Es el descubrimiento de la Reforma –más allá de sus relevantes alcances latinoamericanos y sus varias deficiencias nacionales– que perdura en cada universitario argentino. Sabemos que la educación pública superior la financia y garantiza el Estado, pero hay un gesto interno que el Estado secretamente acata sin duda a desgano, que es el de saber que de él depende la institución que no le responde. ¿Por qué haría tal cosa el Estado? Y temo ponerme aquí bastante hegeliano. Porque su vida misma, que es la de la sociedad en su conjunto, se juega en el acto mismo del conocimiento, que ejerce una negatividad de aquello mismo que lo sostiene.
¿Sin embargo, no se viven tiempos tecnológicos, donde la Universidad, tan duramente criticada por su envanecimiento áulico, debería volcarse ahora al auxilio de las fuerzas productivas? Estamos totalmente de acuerdo con ello, pero diferimos de la manera de hacerlo y decirlo. Es que se daría mucho más el paso hacia la invención técnica y el carácter profundo de la ciencia, en cuanto en mayor grado se ahonden las cuestiones humanísticas, o si se quiere, filosóficas. No ha variado el panorama de las Universidades modernas desde que Kant escribió El conflicto de las facultades, donde la pieza maestra es la filosofía, y donde –adaptándola a nuestro tiempo–, lo que se relaciona con ella es una crucial filosofía de la ciencia. Entre nosotros, la cultivaron Varsavsky, Jorge Sabato, Amílcar Herrera, Klimovsky y tantos otros. Todo lo cual promete una profusión donde su clave maestra es la autonomía universitaria sustantiva. No la que se esgrime a último momento –desconociendo una ley nacional—, para mutilar el sentido de la Universidad trazando fronteras etarias, y mandando a mudar a los viejos. Como se decía: tirando todos los días a uno por la ventana.
Las universidades, luego del proceso militar, entraron en lo que considero la mala hora, la fementida globalización: revistas con referato, categorizaciones administradas del saber, incentivos inspirados en criterios de productividad. Se entró en la etapa de un saber tasado, regulado por inspecciones provenientes de redes cuya efectiva modernidad, ésta sí no cuestionable, sin embargo intervenía con peso inerte en el lenguaje universitario. Y con criterios compulsivos y regulables según un canon fijo, muchas veces encaminaba de forma fetichista las lecturas, citas e inflexiones ya dosificadas. Todo ello fue acompañado por el tributo que las Facultades más vinculadas al mundo de las prácticas les rindieron a las licencias de corporaciones privadas, consultoras, laboratorios, etc. ¿Era posible otro camino? Lo era, aún bajo estas consignas que mantenían un autonomismo relativo. Desde luego, significaban una resignación de la legitimidad intelectual universitaria: precisamente, su autonomía política y filosófica, inspirada en textos célebres del pasado. Pero bastaba con conservar tímidamente la tradición de las humanidades y de las ciencias, cuya relación compleja fue motivo de todas las disputas sobre el conocimiento en los dos últimos siglos, para preservar un halo necesario de autonomismo universitario sin rendirlo al monolingüismo de las jergas políticas de la hora, en la que realmente se habla en todos lados, disimulando una que otra vez con empaque academicista lo que realmente no se posee.
Falta ahora el don irreductible del conocer, que no se sustituye con consignas como la de la “sociedad del conocimiento”, muletilla de los fabricantes de productos que caracterizan la revolución comunicacional, lo que no es inadecuado ni molesto, pero no pueden sustituir lo que tanto la sociedad como el conocimiento tienen de insubordinados respecto a la epistemología propia que brota del mundo de las maquinarias. Allí hay un problema, pues el conocimiento es constituido por las máquinas tanto como éstas lo son por el conocimiento, y este vaivén no está establecido a priori sino que es el juego propiamente de la filosofía. Por eso debe ser ella la verdad última de la autonomía universitaria, y la garante final de su relación con la ciencia y la técnica. Las encrucijadas de la sociedad podrán ser más fructíferas con la autonomía sin más que postulando una “autonomía relativa”, que cede un concepto histórico fundamental sin hacer otra cosa que abrirle la puerta a un chato cientificismo.
Escuché dar clases a León Dujovne, León Ostrov, León Rozitchner, David Viñas, José Luis Romero, Gino Germani, Andrés Mercado Vera, Halperin Donghi, Carlos Correas, Nicolás Casullo, Alberto Plá, Reyna Pastor de Togneri, Enrique Pezzoni, Roberto Carri, Justino O’Farrell, Gunnar Olsson, Ana María Barrenechea, y de todos llevo una remembranza que, si no apagan los años, por lo menos me permite pensar en la enorme diversidad de sus estilos, conocimientos y discordancias. Era la Universidad de las grandes conferencias –tengo también el recuerdo de la oratoria de Borges y de Jauretche en el salón de Viamonte 430 y no consigo desprenderme de ciertas imágenes del gran dirigente estudiantil Daniel Hopen arengando desde sus escalinatas—, por lo que como viejo jubilable, desatendido por las torpes propedéuticas del saber administrado, les digo a quienes se especializaron en enjuiciamientos diversos en la espesura de la maraña universitaria, que no hay problema en irse, años más, años menos. Pero es a ellos, que son los que no están en el espíritu universitario –perdónenme—, a los que veo envejecer con cada dictamen extraído de sus pobres cartapacios. Dispénsenme esta mala noticia para ustedes, queridos administradores de la vida ajena, citando la autonomía cuando quieren, cuando la que de verdad interesa ya la abandonaron hace rato, o mejor dicho, ella los abandonó a ustedes.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

lunes, 16 de julio de 2012

Entrevista a Arturo Fernández

“Es muy difícil que lo acompañen”


Fernández sostiene que Hugo Moyano “se apresuró a ir a una ruptura” de la central obrera porque “para la mayoría de las tendencias sindicales es prácticamente imposible enfrentar a un gobierno” justicialista con políticas “favorables a los intereses de los trabajadores”.

“Moyano se apresuró a ir a una ruptura adonde es muy difícil que lo acompañe no ya la mayoría de los votantes justicialistas, sino incluso la mayoría de los dirigentes sindicales.” El politólogo Arturo Fernández sostiene, en esta entrevista con Página/12 que, “para las diversas tendencias sindicales, es prácticamente imposible acompañar a Moyano a enfrentar a un gobierno que, además de ser de signo justicialista, realmente ha hecho una política laboral y social bastante favorable a los intereses de la mayoría de los trabajadores”. Además, el investigador del Conicet, autor de Estado, instituciones laborales y acción sindical, entre otros libros, analiza los “errores” del camionero y los impactos gremiales y políticos de la fractura de la central obrera.

–¿Cómo analiza el proceso de división de la CGT?
–Creo que terminó por formalizarse una situación antigua, porque siempre hubo nucleamientos o tendencias en la CGT caracterizadas por diversas posturas frente a la patronal y frente al Estado. Que ahora haya tres tendencias más o menos formalizadas, aunque no creo que se formen tres CGT reconocidas por el Estado, en realidad lo que hace es profundizar y formalizar esas divisiones preexistentes.
–¿Y por qué cree que se dieron esas divisiones?
–Lo que observo desde hace meses es que Moyano y el pequeño círculo que lo acompaña no comprenden que para la mayoría de las tendencias sindicales es muy difícil, o prácticamente imposible, acompañarlo a enfrentar a un gobierno que, además de ser de signo justicialista, realmente ha hecho una política laboral y social bastante favorable a los intereses de la mayoría de los trabajadores. Si en la época de los ’90 la mayoría de los sindicalistas aceptaron el liderazgo de Menem, es poco probable que ahora lleguen a enfrentar a un gobierno a grandes rasgos peronista, con la vieja tradición de lazos con el Estado que los caracteriza.
–¿Cómo impacta en el movimiento obrero la fractura de la CGT y la ya conocida división de la CTA?
–Me parece observar grupos con tendencias cambiantes, pero que por ahora se mantienen. En el movimiento obrero están los que participan con cualquier gobierno y negocian. Los estrictamente seguidores de la tradición de (Augusto) Vandor, la de negociar y golpear pero nunca abandonar la identidad peronista. Y otra más confrontativa que encarnaron (Saúl) Ubaldini y luego Moyano durante la época menemista.
–¿Qué impacto político puede tener esta nueva dinámica?
–Es un gran problema el hecho de que haya tres CGT, con la posibilidad de que la CTA, también dividida, acompañe. Es una fragmentación que no le hace bien al Gobierno, en un momento en que necesita el máximo número de aliados favorecidos por sus políticas, debido a la crisis internacional y a una constante muestra de odio social que ya es tradición de los sectores dominantes en la Argentina. El odio social de hoy no se veía desde las grandes reformas del primer peronismo.
–En este sentido, ¿cree que habrá mayor nivel de protesta social?
–Hasta cierto punto, lo demostró la UTA (Unión Tranviarios Automotor) en este fin de semana. La UTA, oficialista, llamémosla así, no se privó de una muestra de fuerza para terminar de arreglar las paritarias. Por eso, si el Gobierno espera una total docilidad de todos los sindicalistas que aparentemente rompieron con Moyano, tampoco la va a encontrar. Sobre todo, porque existe el crecimiento propio de una época de gran dinamismo económico y libertad política, algo raro en la historia argentina, que llevó a la reaparición y multiplicación de un sector clasista, que no está fortaleciendo a un gobierno ya de por sí atacado duramente por la derecha.
–¿Considera que el enfrentamiento de Moyano con el Gobierno forma parte de una estrategia política propia?
–Creo que fue una estrategia política, y equivocada, aunque pudo haber tenido rispideces personales particularmente con la Presidenta, pero eso no lo sabemos con precisión. En todo caso, el haber demandado temas que pueden ser interesantes, como la aplicación del artículo constitucional de la participación de los trabajadores en las ganancias, fue el primer paso de una serie de desencuentros. Pero al contrario de otras figuras del justicialismo, creo que Moyano se apresuró a una ruptura donde es muy difícil que lo acompañe, no ya la mayoría de los votantes justicialistas, sino incluso la mayoría de los dirigentes sindicales.
–En su discurso en Ferro, Moyano abordó terrenos puramente políticos, habló incluso de los votos para la próxima elección. ¿Qué lectura hace de esto?
–Es otro error creer que se puede formar un partido dirigido por Moyano o por otro sindicalista que pueda competir electoralmente. La mayoría de las clases medias en la Argentina no quieren como opción política a un sindicalista de esta tradición. Esto vale para él y para cualquier otro. Hoy, ni el más honesto de los sindicalistas ganaría una elección presidencial. Resulta muy difícil contrarrestar la campaña, vehiculizada por los medios dominantes, de denigramiento de los sectores sindicales dirigentes, y por motivos justificados en la minoría de los casos.
–Volviendo a la división de la CGT, ¿qué legitimidad cree que va a tener cada sector?
–Dejando de lado la formalidad, va a ser reconocida por el Estado la CGT que surja del congreso de octubre, que va a tener la mayoría de los sindicatos. Una proporción, según cálculos de un grupo sindical de La Plata, indica que esta nueva tendencia de la CGT, integrada por tradicionales participacionistas como los Gordos, más algunos sindicatos que se fueron del moyanismo, tiene cerca del 60 por ciento de los trabajadores. Después, hay un 25 por ciento en la CGT de Moyano, y otro 15 por ciento en la CGT Azul y Blanca que lidera (Luis) Barrionuevo, y que probablemente no adhiera ni a uno ni a otro sector. Evidentemente, el Gobierno queda con el proyecto de tener a la cabeza sindicatos industriales, y particularmente a la Unión Obrera Metalúrgica, que seguirá desplegando la vieja táctica de negociar y golpear.
Entrevista: Agustín Saavedra.

miércoles, 4 de julio de 2012

Compartimos con Ustedes la nota publicada hoy en Página 12 acerca del golpe en Paraguay en la cual se consulta la opinión del politólogo Amílcar Salas Oroño, entre otros.

Nuevas formas de golpismo en la región

Con distintos matices, los expertos consultados compartieron críticas al proceso de remoción de Lugo, pero también señalaron que la debilidad política del mandatario depuesto contribuyó al desenlace irregular de la crisis paraguaya.

 Por Sebastian Abrevaya
La destitución del presidente de Paraguay, Fernando Lugo, abrió un debate entre intelectuales y políticos respecto de las nuevas formas de golpismo en América latina. Los presidentes de la Unasur resolvieron en la cumbre de Mendoza que se trató de “una ruptura del orden democrático” y, en concordancia con el Protocolo de Ushuaia, suspendieron la participación de Paraguay en ese bloque regional y también en el Mercosur. Sin embargo, la contundente y unánime respuesta política regional no agotó el debate intelectual que sigue generando controversias. Página/12 consultó a los politólogos Aníbal Pérez-Liñán y Amílcar Salas Oroño y también al director nacional electoral, Alejandro Tullio, quienes compartieron críticas al proceso de remoción de Lugo, pero también señalaron que la debilidad política del mandatario depuesto contribuyó al desenlace irregular de la crisis paraguaya.
“Es tentador llamar a lo que ocurrió en Paraguay como golpe de Estado, pero creo que es un error porque no permite entender claramente lo que sucedió. No hubo una operación militar en contra del presidente electo, como en Honduras hace tres años. En Paraguay, el Congreso abusó de su autoridad constitucional para destituir al presidente”, sostiene Pérez-Liñán, doctor en Ciencia Política de la Universidad de Nôtre-Dame y uno de los mayores especialistas argentinos en política comparada latinoamericana. Pérez-Liñán, además, es autor del libro Juicio Político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, que analiza las crisis presidenciales de la región durante los últimos veinte años, en donde cayeron 21 presidentes, pero sólo en tres hubo intervención militar. Para Pérez-Liñán, “estirar” la etiqueta de golpe de Estado lleva a “un callejón sin salida”, porque podría derivar en que toda caída de un presidente pueda ser denunciada ante la OEA como un golpe y, según mayorías circunstanciales, convertirse en un recurso de “intervención arbitraria”.
“En cualquier caso, la caída de un presidente electo es una tragedia constitucional, pero la desmilitarización de la política latinoamericana en los últimos veinte años es un logro que no debe ser ocultado por un juego de palabras”, concluye el docente de la Universidad de Pittsburgh que, si bien calificó como “dudoso” el proceso de juicio político, afirmó que su legalidad está dada por la autoridad constitucional del Congreso para llevarlo adelante.
Desde otra perspectiva, para Salas Oroño se trata sin dudas de un golpe de Estado, “tanto por falta de demostración sustantiva y articulada de argumentos expuestos en el juicio político como por la ausencia de una posibilidad efectiva de defensa”. Doctor en Ciencias Sociales de la UBA e investigador del Instituto de Estudios de América latina y el Caribe dependiente de la misma universidad, Salas Oroño advierte que el caso paraguayo constituye un ejemplo de lo que denomina la implantación de una “ideología parlamentarista” como un fenómeno construido con el esfuerzo combinado de las elites conservadoras en cada país en alianza con los medios de comunicación, “que fuerzan una específica interpretación de la realidad en la que se desvaloriza la legitimidad de los poderes ejecutivos”.
“De un lado se encuentran determinados Poderes Ejecutivos que, con mayor o menor determinación, se plantean como horizonte político desagregar los elementos tradicionales de las dialécticas neoliberales. Del otro, Parlamentos que funcionan como refugios institucionales para la reorganización política de las diferentes oposiciones. Lo que no pueden lograr de otra forma, los sectores opositores lo encuentran a través del Parlamento”, explica Salas Oroño.
Tomando esta idea, para Salas Oroño el principal déficit del gobierno de Lugo debería ubicarse en el plano político: “En comparación con los otros gobiernos del mismo signo en el Cono Sur, que también tienen deudas sociales en su haber, Lugo no logró, ni siquiera, un cambio en los realineamientos de las identidades políticopartidarias. La debilidad de las fronteras políticas que trazó no sirvió ni para retener a sus propios aliados; a fin de cuentas, fue el Partido Liberal el que definió la suerte del Presidente”, concluye.
En un sentido similar, el abogado y titular de la Dirección Nacional Electoral, Alejandro Tullio, cuestionó la actitud del Senado paraguayo y argumentó que en la Constitución “hay conceptos que no explicita porque su significado esta implícito”. Uno de esos significados implícitos es el de juicio, “que requiere de acusación circunstanciada en hechos, ejercicio sustancial –no formal– del derecho de defensa y, además, una sentencia fundada”. Para Tullio el Senado en los hechos no juzgó ni sentenció, sino decidió y votó la destitución “en un ejercicio autojustificativo donde el fundamento de la decisión es únicamente la facultad legal de tomarla”. Según Tullio, esta actitud se condice con “una especie impropia de revocatoria de mandato” por parte del Senado, la cual es impropia porque sólo puede revocar quien otorga el mandato que es el pueblo paraguayo.
El debate no parece encontrar una conclusión común al final del análisis. La calificación como golpe de Estado depende, en gran medida, del énfasis que se les otorgue a las irregularidades reconocidas por los intelectuales en el proceso de destitución, encabezadas por la falta de un ejercicio real del derecho de defensa, la falta de rigor en la acusación realizada por la Cámara de Diputados y los plazos acelerados que sirvieron para evitar el impacto de la presión internacional.
Este análisis va en sintonía con las palabras del secretario general de la OEA, el chileno José Miguel Insulza, quien afirmó en referencia al caso que “el estricto apego a la letra formal de la norma no significa necesariamente el apego a los principios”.