viernes, 26 de agosto de 2011

DE LA TEORIA A LA PRACTICA POLITICA

 DOS REFLEXIONES SOBRE EL ROL DE LOS INTELECTUALES EN LA VIDA PUBLICA

Escollos y desafíos

En un debate organizado por el Instituto de Investigaciones Gino Germani (Sociales-UBA), José Nun y Emilio De Ipola abordaron desde distintos enfoques la articulación entre intelectuales, política y formas de intervención pública. Aquí, sus planteos centrales

. Por Emilio De Ipola *
Para plantear algunos interrogantes sobre la relación de los intelectuales y la política, voy a referirme a mi experiencia en el interior del grupo Esmeralda que asesoró a Raúl Alfonsín, exclusivamente en la confección de sus discursos, entre 1985 y 1988. No quiero centrarme en la mera descripción, y menos aún en el elogio de esa experiencia, sino al contrario, referirme a sus escollos, a los desafíos que planteaba, a la mala conciencia que a veces nos producía, y también a algunos aspectos relacionados con la ética. El nacimiento de ese colectivo fue un poco desmañado: se fue constituyendo como una suma heterogénea de intelectuales y periodistas y durante un tiempo fue dirigido por un psiquiatra. En sus inicios, funcionó como una suerte de centro caótico de discusión, cuyo tema único era el grupo mismo: sus tareas, sus fines. No sabíamos para dónde íbamos, ni qué hacer para orientar el grupo.
Pero un día surgió la idea de visitar a Alfonsín. Allí las cosas empezaron a encarrilarse. Le propusimos que pronunciara un discurso sustantivo, teóricamente fundado, que culminara con una propuesta política fuerte y, por supuesto, progresista. Aceptó con entusiasmo. En virtud de ese discurso el grupo se fue organizando, dividiendo sus tareas: había un departamento de encuestas, otro de medios, un tercero de periodistas y un cuarto sin nombre: los “teóricos”.
Finalmente, el 1º de diciembre de 1985, a las 9, cerrando el plenario del congreso de la UCR, Alfonsín leyó el discurso. Fue ése el momento más positivo, más eufórico que vivió el grupo.
Cabe aquí una digresión. Alfonsín era un buen tipo, pero, además, quería ser un buen tipo, y se amaba a sí mismo en su condición de buen tipo. Cuidaba esa imagen, razón por la cual a menudo buscaba resolver todo por las buenas. Esa tendencia lo llevó a cometer importantes errores. Eso nos molestaba; no era necesario fomentar siempre esa imagen de bonhomía. Por otra parte –pensábamos–, sus intervenciones más acertadas tuvieron un claro sesgo colérico (en la Rural, en el púlpito, en un acto en que respondió a Ubaldini, allí presente).
Con los procesos a los militares –luego del Juicio a las Juntas– comenzaron los problemas. Las medidas tomadas por el gobierno (las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida) nos afectaron profundamente: nos sentíamos muy incómodos con nosotros mismos. Pues lo que daba a nuestra experiencia su particular complejidad era la necesidad de saber tomar distancia respecto del lugar que ocupábamos y las posiciones que asumíamos: la necesidad y sobre todo la dificultad de captar la mirada de nuestros testigos y jueces, encarnados en las posiciones, a menudo críticas, de nuestros pares. No ocultaré que el compromiso adquirido, junto a la cercanía con la figura del presidente, afectaba, más allá de nuestra voluntad y nuestra conciencia, la opiniones que vertíamos. Aquel que está cerca del poder adquiere una sensibilidad particular para comprender las dificultades que lo aquejan, así como para juzgar infundadas las críticas que recibe. Pero, con todo, mirando hacia atrás, hacia esos tiempos tormentosos, creo que no estábamos equivocados. Por eso, hoy sigo pensando que hicimos bien en incorporarnos al grupo Esmeralda y en cooperar en la elaboración de ese discurso tan lleno de deficiencias pero también de aciertos como fue el de Parque Norte. Ni decisiva, ni desdeñable, nuestra colaboración en ese y otros mensajes posteriores, formó parte, junto con la contribución de otras personas, de un intento valioso de otorgarle sentidos a la construcción de la democracia en la Argentina.
Siempre lo hicimos en un marco de tolerancia –celosamente protegido por Raúl Alfonsín–, manteniendo nuestros puntos de vista bajo el reconocimiento de que, sin integrar las filas de la UCR, intentábamos aportar una inquietud de izquierda democrática. En suma, Esmeralda y Parque Norte valieron la pena. De ningún modo renegamos de lo hecho: si se presentaran circunstancias análogas, volveríamos a hacerlo.

Investigador superior del Conicet, Instituto Gino
Germani (Sociales-UBA).

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La función intelectual



 Por José Nun *

1 Vivimos una época de continuos deslizamientos semánticos que oscurecen la realidad. Así, a un licenciado en Filosofía se lo llama “filósofo”, aunque nunca haya aportado una sola idea a su disciplina. Algo semejante ocurre con la siempre resbaladiza noción de “intelectual”. En su momento, Gramsci dio un gran paso adelante cuando desechó el uso del término para designar la naturaleza intrínseca de una actividad (como en la borrosa dicotomía “trabajo manual/trabajo intelectual”) y propuso que se empleara, en cambio, para aludir a una función determinada. Sólo que tanto la crisis de los discursos ideológicos totalizadores como la fragmentación de las clases sociales le han hecho perder anclaje a su propia categoría de “intelectual orgánico”, convirtiéndola en una abstracción.
2 Esto no significa en absoluto que la “función intelectual” haya desaparecido. Al revés, esa crisis y esa fragmentación la vuelven cada día más decisiva. Sólo que con ella apuntamos ahora a una apropiación eficaz de lo que producen esos que François Dosse llama “los talleres de la razón práctica”. Hablo, a la vez, de la necesidad y de la importancia de saberes acotados y rigurosos y de mediadores públicos que sean capaces de sistematizarlos críticamente y de ponerlos a disposición de audiencias amplias. La especificidad que asume hoy la función intelectual no excluye por cierto planteos más abarcativos, pero éstos dependen de la profundización de esos saberes y de las conexiones que se logren establecer entre ellos. Lo demás es cháchara de opinólogos poco dispuestos a cambiar nada y, mucho menos, su lugar.
3 Estamos muy lejos de Zola y del momento en que vio la luz el “Manifiesto de los intelectuales”, a fines del siglo XIX. Reitero: ahora cuenta muchísimo más la “función intelectual” que se cumpla que la pretendida figura de intelectual que se adopte. Por eso diría con apenas algo de exageración que puede haber obreros o gerentes o funcionarios de tiempo completo, pero no intelectuales de tiempo completo. No se trata de una profesión. Agente y función han dejado de ser asimilables, si es que alguna vez lo fueron. De ahí que crezcan tanto los riesgos de confusión y de un contrabando de credenciales que no tiene nada de ingenuo. Quiero decir: quienes asumen funciones intelectuales en ciertas circunstancias no lo hacen en otras, cuando la lógica de la militancia política, por ejemplo, los obliga a silenciar sus críticas o a sesgar sus discursos.
4 Entendámonos: son esenciales los papeles que cumplen los docentes o los investigadores o los militantes políticos. Es legítimo y necesario que se multiplique el número de quienes estudian a fondo aspectos diversos de la realidad, que hagan de esto una carrera profesional y que intercambien sus hallazgos con otros especialistas. Al mismo tiempo, es útil y recomendable que participen en actividades políticas de la más variada índole tal como lo hacen los jardineros o las azafatas. Pero desde el punto de vista que adopto aquí, nada de esto significa todavía que estén cumpliendo una función intelectual en el sentido descripto. Lo cual –prefiero pecar de repetitivo antes que ser mal interpretado– no va en absoluto en desmedro de sus prácticas.
5 Para decirlo en términos muy sencillos, en esta coyuntura la función intelectual implica adquirir conocimientos específicos en áreas que habitualmente se consideran reservadas a los expertos para después metabolizar críticamente esos conocimientos, relacionarlos con otros que resulten relevantes y ponerlos luego al servicio de quienes se interesen en comprender la realidad para poder transformarla. Pienso en temas tan fundamentales como la seguridad o la reforma fiscal o el sistema de salud o el uso del espacio público o la distribución del ingreso o la administración de justicia. Y pienso también en mediaciones críticas en sentido fuerte porque descreo del vínculo directo entre el político y el especialista. Estamos en un país donde la tentación del poder ha convertido ideológicamente a muchos expertos en ambiciosos aspirantes a tecnócratas y a buena parte de la dirigencia política en una nave a la deriva.

Investigador superior del Conicet, Instituto de Altos
Estudios Sociales (Unsam).

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