domingo, 13 de marzo de 2011

¡Hasta Siempre David!

Tapa espectaculos

EL SACRAMENTO LAICO





 Por Horacio González *
Escucharlo en sus últimas conversaciones era estar ante un raro sacramento laico. Habló de contornos para decir que había que ir a lo lleno, a lo pleno, sin olvidar los trazos más finos y autónomos de la existencia. Ya había ahorrado del diálogo la parte en la que otro interviene. En su monólogo lleno de cortes y trituraciones, estaba todo el mundo que había vivido. Sus dos tías, una católica y la otra comunista, le informaron en la primera infancia que todo sería materia de opción, opción en el desgarramiento, lo que muchos años después contaría con una magia llena de silencios e ironías. Su última novela, Tartabul, está llena de esas voces cuyo hilo no es fácil de seguir, porque reclamaban el David hablante para una aclaración posterior. Reclamaban su palabra viva llenando los huecos que deja toda conversación, pero cada vez ganaba más espacio el arte del implícito, hablar con dos o tres mendrugos capturados del basural del lenguaje. Hablar él lo convirtió en duelo, fina esgrima, muerte no del adversario sino de algo que había que descubrir en el parlotear diario, donde yace el síntoma de una sumisión. Cuando se trata de hablar como acto emancipado, se expulsa toda pedagogía, enseñanza, rezo o definición. Si un profesor piensa en que algo puede enseñarse, Viñas enseñó y desenseñó, dejó que su lengua viva, como ejercicio de una negatividad artística, horadara su ser de profesor. Espectáculo único, prohibido para pensamientos encogidos.
Para Viñas hablar realmente era una agonía de espadachín que tajeaba y se tajeaba. Buscaba señalar con fintas de ironía los lugares donde el armazón del mundo se caía en una agachada, en una frase inesperadamente aduladora, en una forma de escribir con ornamentos falsificados que no pertenecían a ningún cuerpo. No era fácil, no la hizo fácil y su cuerpo ido, su cuerpo embargado, aún inspiraba, entubado en el lecho del Sanatorio Güemes, el ofrecimiento de unos últimos destellos de resistencia. Parecía asombrado por la escena de una muerte que lo sobrevolaba, infectado de hospital, sin la humareda última del bar, su recinto de fumador póstumo, comentando toda minucia diaria para ponerla en un orden cósmico.
Era el libertario orden de la ciudad secreta, que veía como prolongación de su cuerpo, con la idea de que tener un cuerpo es tener un estilo. Entidades macizas, la historia, las clases sociales, la política, el teatro, los amores, a todo lo sometió a una investigación sobre el estilo, o sea, al modo en que los hombres escriben en su charla los signos de su sobrevivencia o de su muerte. Partió de la sociedad para ver la literatura, como Sartre o Lukács. Pero luego invirtió todo, pensando desde un radical trazo fino que era la ética personal hecha de la esgrima del conversador. Allí estaba entero, con su historia personal integrada a la tragedia del mundo.
Escribir, dijo una vez, era como poner obleas sobre superficies rugosas. Era lo práctico, lo vehemente, lo sudoroso, lo que homologaba los movimientos del cuerpo a una metáfora de acción o a un “envío”. Hablar era enviar. La retórica, del gran retórico que fue, era incidencia y fusión con el mundo, construcción real. Siguió “enviando” y “reenviando” hasta el final, poniendo obleas como gesto inflamado, enojoso, haciendo de la escritura una tragedia del honor. En el detritus del mundo estaba la salvación plebeya por el honor de los solitarios, fumando en su cartuja hasta el incendio de las paredes. Fumar lo concibió también como un riesgo. Virtudes aristocráticas servidas en la bandeja de las luchas sociales, el tema que nunca consiguió hablar a fondo con las izquierdas que lo apoyaron y que él apoyó, él, un yrigoyenista libertario, como bien lo comprendió Jauretche, alguien que mucho se le parecía.
Secretamente, vivían en David Macedonio Fernández, Lugones, Martínez Estrada, Arlt y Mansilla. También Sarmiento. A todos los zamarreó, los encumbró y los hizo pasar por su vientre, o los hizo caer sobre su rostro y los devolvió transformados, englutidos, como decía él a propósito de otras cuestiones. Englutir era cuando alguien que parecía libre se dejaba tragar por el régimen. Era su tema, el proceso de su cuerpo que lanzaba frases de modernista antropófago, ese mundo simbólico que podía comerse y también nos devoraba. Borges estaba deglutido en Viñas y Viñas en Borges, más allá de que mutuamente se ignoraron. Habrá que considerarlos así ahora, y por eso, esta muerte privada de Viñas, es otro avatar de la muerte, de la otra muerte de Borges.
* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.

“NO TENGO COMO PROYECTO VIVIR EN PAZ”







 Por Eduardo Grüner *
“Escucho su opinión.” Así dijo, con la voz bronca asomando entre los bigotes, con su tono exigente y un poco socarrón pero también cariñoso (“calidez iracunda”, definió alguien), los brazos en jarra, el vaso de vino a la mano. Era una reunión en casa de Ramón Alcalde –¿o de León Rozitchner?–. El tema era las leyes de punto final y obediencia debida, ¿o era alguna otra cosa? No importa: para él siempre había un tema, una urgencia sobre la cual demandaba que el otro se pronunciara –normalmente él era el primero–. “No tengo como proyecto vivir en paz”, dijo en una entrevista más o menos reciente. Sería un buen epitafio. Podría, incluso, darse vuelta: “Tengo como proyecto no vivir en paz: hacerles la guerra”. ¿A quiénes? No solamente a la “violencia oligárquica” –como dijo muy bien Piglia–, sino también a esa otra forma de violencia artera, la de los biempensantes cuidadosos, prudentes, equilibrados, que hacen crítica “progre” como quien toma té con masas finas, arrastrando largas frases de juicios ponderados. David no arrastraba. David cortaba. En la lengua rioplatense –Viñas no hablaba, no escribía, en “castellano”, no digamos ya en “¡español!”– no hubo nadie que usara la puntuación y el “acento” como él. Los usaba, quiero decir, como arma, como ariete y catapulta; a veces garrotazo, a veces piña, a veces afilado bisturí: el estilo-estilete, marca Viñas. La puntuación no es en él un necesario recurso sintáctico –no hay “necesidad” alguna en la puntuación viñesca–: es una embestida contundente para atrincherar una cuestión. Eso le daba a su escritura una cualidad jadeante, entrecortada, como de “montaje paralelo” (volví a ver hace poco Dar la cara, de Martínez Suárez, y El Jefe, de Ayala, sobre novela y guión de Viñas respectivamente: están bien, pero la escritura de David es más “cinematográfica”). La escritura, y la oralidad: tampoco conocí otro escritor que hablara como escribía, o viceversa. Célebremente, introdujo en la literatura (y en la crítica: otro asombro es que mantenía el estilo cuando cambiaba de “género”) el verbo “cojer” con “j” (“que agarren los gallegos”, sorneaba); y hay palabras de Viñas que ya ingresaron a los sobreentendidos de nuestra habla literaria: si en Borges es “espejo” y “laberinto”, en Viñas es “ademán” y “andarivel”. Son cosas que hacían que con él cualquier conversación en La Paz (una ironía, ante aquella frase-epitafio) fuera un debate público; es que escuchaba con la misma vehemencia con la que respondía o atacaba. Y, por supuesto, estaba en su salsa cuando lo contradecían. “Un intelectual no puede nunca ser oficialista”, espetó en otra entrevista (me atrevo a citarlo, porque creo en los lugares de enunciación: no es lo mismo dicho aquí que en otros espacios donde sólo se escuchan los clarinetes de la nación). Muchos –con todas sus razones– no estarán de acuerdo. Yo sí: lo cortés no quita lo valiente, y todo eso. Pero lo que yo piense no tiene importancia. Lo que debería importar es cómo hizo para mantenerse corajudamente en esa cuerda floja, en ese “andarivel”. No para tomarlo como “modelo”, algo que aborrecía; simplemente, para recordarlo subido ahí. ¿Algo más? Sí –y vacilo en decirlo, en aprovecharme de la ocasión, en hacer oportunismo con la oportunidad; pero creo, apuesto, a que él hubiera querido que asumiera el riesgo–: David nunca fue invitado a inaugurar la Feria del Libro. Como corresponde.
* Sociólogo.

EL SEGUNDO EN PARTIR


 Por Osvaldo Bayer
Querido David: de nuestro “grupo de los cinco” sos el segundo en partir. El primero fue el Gordo Soriano, el más joven de todos nosotros. Ahora nos abandonás vos. Eras del ’27, igual que Walsh, igual que yo. Pero nos decías que eras del ’29, ¿te acordás? Y cuando te lo reproché y te dije: “No te hagas el coqueto”, me respondiste: “¿Y qué querés? Si en la solapa del último libro que editaron me pusieron que nací en el ’29... No los voy a desmentir ahora”. Una de tus tantas salidas simpáticas. Recuerdo nuestras reuniones en El Tugurio, los jueves. Siempre el Gordo Soriano llegaba más tarde. Lo hacía a propósito para tirar sobre la mesa el tema que se iba a discutir. Y siempre elegía un tema para que se agarraran vos y Rozitchner. Y acababan siempre ustedes a los gritos, parados. Era cuando Soriano sonreía, pícaro, viendo que los había hecho engranar. ¿Te acordás? Fue en la última mitad de los ochenta y en la primera del noventa. Empezábamos siempre bebiendo champán, como señoritos franceses. ¡Y que se jodan los socialistas! Como decía el Paco Urondo cuando iba a cenar a un restaurante de primera.
Te conocí a mediados de los cincuenta cuando volví de estudiar en Alemania. Por supuesto que nos presentó Rogelio García Lupo. ¡Qué tiempos aquéllos! Y nos empezamos a reunir para hablar del peronismo, discutirlo y observar todo ese movimiento creado por los Aramburu, los Manrique y compañía. Y así, Frondizi y la gran desilusión, las traiciones, las divisiones, pero siempre el ansia de lograr una Argentina mejor. Pero otra vez las dictaduras, las prohibiciones, las persecuciones. Y luego el injusto y largo exilio. Me acuerdo cuando me visitaste en Berlín, en mi bulín del barrio reo de Kreuzberg, cuántas anécdotas, cuántas vivencias... tu dolor infinito con la desaparición de tus hijos. Pero quedan tus libros. Esos estarán siempre presentes en la vida literaria argentina. No los podrán hacer desaparecer nunca. Bien, David, ya continuaremos el diálogo. Allá arriba, en los Campos Elíseos, y con el Gordo también. Y con champán, como en El Tugurio.

HUESO DURO DE ROER





 Por Guillermo Saccomanno *
Respeto, eso imponía Viñas. El respeto hacia una especie extinguida, cruza de guapo (porque las ideas a veces hay que defenderlas no sólo con palabras) con intelectual (porque no basta con poner el cuerpo). Coraje intelectual, digo. Tenía calle, mucha, y sofisticación literaria para leer la realidad. Supo imprimirles ese respeto a sus seguidores y aun más a sus adversarios, aunque nadie se le animaba. No es que le tuvieran miedo por su presencia física: le tenían miedo en el debate. Lo físico era una excusa para no discutirle. No era que Viñas tuviera siempre razón. Pero le pegaba en el poste al cuestionar. Sin ser peronista, de joven le tomó el último voto a una Evita moribunda hospitalizada. Cuando salió con la urna (está filmado) y vio la masa de humillados y ofendidos rezando por su santa definió la escena como tolstoiana. Y eso le cambió la perspectiva del peronismo. Podía ser crítico, pero no gorila. Tenía experiencia. De dolor. Propio y ajeno. Quizá la única experiencia que cuenta, la de dolor, la que permite a veces sonreír. Desde hace años consideraba la realidad con escepticismo. Y tenía sus motivos. Nadie leyó la violencia política de nuestra literatura, desde Echeverría a Walsh, con semejante agudeza. Se le criticó que, en su tensión, sus ensayos eran narrativos. Como si la tensión fuera patrimonio de la ficción y la crítica pura distancia, ecuanimidad y no una toma de partido. Su fama de ensayista polémico opacó un tanto su obra de narrador. Si su Literatura argentina y realidad política lee nuestra historia, su vasta producción narrativa la cuenta. Cuando estuvo de profesor en Letras fue capaz de parar un cuatrimestre en Walsh, eso en los ’90 nada menos. Tartabul, su última novela publicada, fue prácticamente ignorada por la crítica. Previsible. Aquellos que se la tiran de haber leído a Joyce no se animaron a esa novela con ecos de Mansilla, Cambaceres, Arlt y Marechal. Tartabul conjugaba la conversación elevada con lo plebeyo, la perspicacia de lo social con la intimidad que se esconde, la diatriba con la chicana que sugiere más de lo que redunda tanta ficción apoltronada en el lenguaje neutro de la literatura “marketinizada”. Viñas desnudaba, en un discurso al que había que entrarle, las marcas de la violencia política, la complicidad civil, la tendencia acomodaticia de los chupamedias del poder. No es que Tartabul fuera ilegible. El problema no estaba, no está, en la escritura como en el compromiso del lector. Porque Viñas era exigente. Les exigía a sus lectores lo que él se exigía como lector. En tiempos de tilinguería editorial, Viñas era un hueso duro de roer. No será fácil que alguien tome la posta. Y será triste pasar por la vidriera del bar La Paz y no encontrarlo ahí, sentado, fumando, leyendo, anotando. Escribiéndonos.
* Escritor.

PEQUEÑAS ESCENAS INOLVIDABLES







 Por Daniel Divinsky *
1) Librería de Jorge Alvarez, década del ‘60, encuentros frecuentes con David, muy admirado por mí tras leer Los dueños de la tierra. Un día caminamos juntos desde Talcahuano hasta Callao y le explico que mi admiración me impide tutearlo como hacía con todos los que allí se reunían. En lugar de alentarme a hacerlo, comenta: “¿Vio que a veces pasa eso?”.
2) Reunión vespertina en mesa de Edelweiss junto a un ventanal a la calle que ya no existe. Grupo de amigos acompaña a los editores De la Flor buscando con cerveza el título del primer libro de la editorial, una antología sobre Buenos Aires. Pasa David frente a la ventana y a la consulta contesta sin dudar: “¡Pero, viejo, eso es Buenos Aires de la fundación a la angustia!”. Y así quedó.
3) Faltaba un texto fuerte para cerrar ese rejunte y se lo pedimos a David. Por módico pago escribió en dos días “Buenos Aires, primera Capital Socialista de Sudamérica”, un delirio político muy divertido, una de sus pocas incursiones en el humor.
4) Con la idea de incluir en el catálogo autores argentinos importantes, aunque fuere reeditando obras no recientes, contratamos Los años despiadados. Pidió corregir las pruebas. Cuando las devolvió hubo que componer todo el texto de nuevo: había introducido todas las malas palabras que no se usaban por escrito cuando se publicó la primera edición.
5) Aceptó con entusiasmo el año pasado la propuesta de que publicáramos Los dueños... como novela gráfica y vino a la editorial a firmar el contrato (con autorización de Losada). Lo festejamos con un almuerzo junto a Juan Carlos Kreimer, director de la colección y autor de la adaptación. Ya la edad había dulcificado sus aristas y le ofrecimos salir por la puerta que da a Bulnes, escalera menos empinada que la de la entrada principal. El zaguán está separado de la calle por un tramo de escalones que bajó muy cuidadosamente, bamboleando su corpachón: “Gran invento la escalera –dijo–, pero mucho más grande el pasamanos”. Hoy esa escalera tiene los pasamanos que no tenía. En confianza, los bautizamos con su nombre.
* Editor.

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