sábado, 5 de marzo de 2011

Vargas Llosa y el liberalismo

sábado 5 de marzo de 2011
En revistaVeintitres
Por Ricardo Forster
03.03.2011 18.56
Ricardo FosterPuede llamarnos la atención que el inefable escriba del golpismo, el eterno cultor de una derecha antidemocrática nos propine, domingo tras domingo desde su columna de La Nación, una andanada de frases desmesuradas y atiborradas de giros arbitrarios y hasta delirantes si no fuera que desde siempre ha sido un exponente, brutal, de la restauración conservadora? ¿Es acaso casual que su compañero dominguero, el otro escriba del poder concentrado y de la gestualidad destituyente, elija las mismas descargas de retórica virulenta y falsaria a la hora de intentar desprestigiar, al precio que sea, al Gobierno y a la figura de Cristina Fernández de Kirchner? ¿Es tal vez ingenua la decisión de las autoridades de la Feria del Libro de elegir a Mario Vargas Llosa para que sea el encargado de propinarnos el discurso de apertura en un año en el que se juegan tantas cosas?

Mariano Grondona, viejo exponente de una derecha que se quiso intelectualmente sólida y que termina construyendo reflexiones bizarras amparadas en supuestas genealogías eruditas que, en verdad, dañan a la propia inteligencia del lector, nos ofrece un cuadro comparativo que, no por alucinado, debe ser dejado de lado como si nada significara en la construcción ideológica de una derecha que no escatima ninguna munición a la hora de intentar bombardear los distintos procesos democráticos y populares que vienen desplegándose en América latina. Grondona, suelto de cuerpo y sin que le tiemble el pulso de tanta arriesgada infamia, afirma que “cuando se difundió el rumor de que Khadafi podría buscar refugio en la dictatorial (sic) Venezuela, el aliento de las revoluciones populares comenzó a recorrer nuestra región donde, aun siendo minoritarias, aún existen dictadores (¿qué será un dictador para Grondona? Seguramente que en su escala de valores no lo fue Onganía ni lo fue, claro, Videla, adalides del mundo libre y cruzados contra el comunismo que no dejaron de solazarse con la pluma de nuestro escriba mientras se despachaban contra la forma más elemental de vida democrática y ejercían la violencia homicida al amparo, como lo hizo Videla, del terrorismo de Estado, ese mismo que defendió el “demócrata y republicano” editorialista de La Nación) con aspiraciones vitalicias como Correa en Ecuador, Morales en Bolivia, Ortega en Nicaragua y, por supuesto, Chávez. Al igual que los dictadores árabes –concluye profético Grondona– también su destino está marcado”. Sueña Grondona con desbancar a los gobiernos democráticos que, en Sudamérica, expresan los intereses populares; sueña con los recursos de una derecha conspirativa que nunca dudó en horadar gobiernos legítimos en nombre, eso sí, de la “virtud republicana” amenazada por los bárbaros.

Pero al inefable escriba del golpismo no le interesa demasiado ni exclusivamente seguir “denunciando” a los “tiranos latinoamericanos” (aunque nunca, en su dilatada carrera golpista, perdió de vista la importancia de cada eslabón a la hora de propiciar a todas las fuerzas reaccionarias del continente), su objetivo principal, el punto de mira de su artículo, no es otro que la descalificación del kirchnerismo, descalificación que, como siempre en su sibilina escritura, necesita buscar “ejemplos” históricos o geográficamente lejanos para respaldar con seudaerudición sus barrabasadas. “En Rusia –tan lejos nos lleva la pluma grondoniana– se ha venido desplegando un régimen semidictatorial en función del cual, en tanto Medvedev ‘explica’ y ‘habla’ en cuanto presidente, Putin ‘manda’ y ‘decide’ en cuanto ex presidente y actual primer ministro. No era otra la división de funciones entre Néstor Kirchner, que decidía y mandaba como ex presidente y supuesto futuro presidente (¿Podrá ser tan salvajemente impúdica nuestra derecha? ¿Ese es su máximo nivel neuronal?), y Cristina Kirchner, que explicaba y hablaba como presidenta, en tanto que ambos compartían una pretensión vitalicia. Esta fórmula de la ‘semidictadura’, ¿hasta dónde quedó alterada el 27 de octubre, con la muerte de Kirchner? ¿Hasta dónde puede continuar siendo la Argentina de hoy, todavía, rusa o chavista?”

No crea el lector que está leyendo un pasquín humorístico salido del cerebro afiebrado de algún alucinado seguidor de la revista Cabildo ni que ha retrocedido a los tiempos en los que las “fuerzas de la libertad” luchaban contra las huestes demoníacas del comunismo internacional. No, está leyendo la columna de opinión de un periodista “independiente” de nuestro diario fundado por Bartolomé Mitre. Una columna que oficia, junto con la de su colega Joaquín Morales Sola, de brújula editorialista de la derecha argentina. Por eso no se trata de mostrar la estructura falsaria y delirante de su argumentación allí donde intenta establecer las equivalencias entre las autocracias del norte de África (las mismas que fueron apoyadas sistemáticamente por los países democráticos occidentales mientras les fueron funcionales a sus intereses) y la de los gobiernos democráticos de Sudamérica en donde amplias mayorías populares han respaldado procesos de cambios más que significativos a la hora de sacar al continente del horror neoliberal; sino señalar que la única intención del escriba es horadar a Cristina y seducir, en un último gesto desesperado, a Daniel Scioli para que salte el charco y se convierta en el garante de la democracia ante la tendencia “semidictatorial” del kirchnerismo.

En su apelación a la deslealtad, Grondona no tiene inconvenientes en resaltar el apego al ideal republicano de los otrora impresentables, para su mismo diario, “barones” del conurbano. La derecha reaccionaria está buscando, sin ningún escrúpulo, que se debilite la candidatura de Cristina y lo hace apelando a las comparaciones más absurdas y apelando a una inteligencia supuestamente disminuida de un lector incapaz de reflexionar por sí mismo. Aunque supongo que habrá lectores de tan ilustre tribuna de doctrina que, a estas alturas, sabrán diferenciar una noticia de una aberración periodística. No resisto la tentación de compartir con el lector de Veintitrés algunas frases más del autor de apolillados comunicados golpistas: “La puja interna entre la simiente republicana que se ha implantado cerca del propio gobierno a partir de la muerte de Kirchner y el ultrakirchnerismo será vital para la democracia argentina. Alentada por encuestadores pagos tan creíbles como el Indec (¿si son tan poco creíbles esas encuestas por qué tanto nerviosismo entre la tropa de escribas de la derecha? ¿Por qué preocuparse tanto de alguien que no tiene chances de ganar?), ¿intentará prolongar la Presidenta la línea chavista (¡Y dale con el cuco venezolano!) de su antecesor, ya sin la fuerza que juntos tenían? ¿O se resignará, al fin, frente a la vocación democrática de la mayoría de los argentinos?”. ¿Será, acaso, esa “vocación democrática” tan sólida y consistente como la que ha venido mostrando el inefable Mariano Grondona? ¿Es posible que todavía, y de manera impune, se nos sigan propinando tantas arbitrariedades acéfalas de argumentación y directamente dirigidas a disparar contra quien hoy representa la institucionalidad democrática en la Argentina?

En una clave similar argumenta el otro inefable de la última página del domingo en La Nación pero, no se preocupe amigo lector, que hoy no nos vamos a ocupar de tan ilustre pluma. Algo en la misma dirección estarán lucubrando algunas de las autoridades de la Feria del Libro al invitar a Vargas Llosa para que pronuncie el discurso de apertura sabiendo, como saben, qué posiciones políticas ha venido defendiendo el escritor y qué es lo que piensa de nuestro país. Nada es casual en el reino de nuestra algo extraviada derecha que va buscando brechas por las que poder introducir alguna provocación.

Nadie discute los méritos literarios de Vargas Llosa, su prolífica obra constituye, a esta altura, una de las más importantes y significativas de la literatura latinoamericana y, más allá de gustos y opiniones, la decisión de la Academia sueca de premiarlo con el Nobel constituye un reconocimiento de su estatura de novelista (aunque, y para no herir la inteligencia del lector, sabemos que el otorgamiento de cualquier premio, y más del Nobel, carece de neutralidad política y que ha sido, en distintos momentos, parte de un claro posicionamiento ideológico). Ese es el autor valioso de La ciudad y los perros, de Conversaciones en la catedral, de La guerra del fin del mundo o de La fiesta del Chivo, entre otras novelas memorables. Otro (aunque sea el mismo) es el apologista de la más rancia derecha neoliberal, el descalificador de cualquier proceso político democrático que no entre en su visión del mundo y que caiga bajo el calificativo de “populista”, suerte de demonio de época que le permite a Vargas Llosa desparramar una sarta de frases intemperantes, agresivas e intolerantes que vienen a desmentir su supuesta condición de adalid de la democracia.

Me parece razonable e indiscutible que Vargas Llosa sea invitado a la Feria, que participe de múltiples actividades, que se encuentre con su público y que hable de lo que tenga ganas de hablar. Nada más odioso que la lógica de la censura, sea cual fuere su excusa. El cuestionamiento tiene que ver con una decisión desafortunada de quienes decidieron que fuera el escritor peruano quien diese el discurso de apertura, un discurso que tiene que ser capaz de expresar la diversidad y la pluralidad político cultural de la propia Feria y, eso queda claro, no es una característica de Vargas Llosa ser portador de una visión plural de la realidad latinoamericana. Hay en esa decisión un carácter desafortunado que, tal vez, no tomó en cuenta la dimensión política de cualquier intervención del autor de Pantaleón y las visitadoras. Siempre es arduo y hasta peligroso caminar por la cornisa, lo es para quienes se dejan llevar por actitudes intolerantes –aunque sean en nombre de causas justas– y también lo es en aquellos que nos quieren hacer pasar gato por liebre.

Claro, y para finalizar, que Mario Vargas Llosa tiene detrás suyo una obra literaria superlativa mientras que nuestro escriba dominguero lo que tiene es una continua diatriba antidemocrática como única carta de presentación. El problema es que para algunos el Vargas Llosa que se invita, y al que quieren escuchar, es el que comparte con Grondona una ideología que está en la vanguardia de las derechas más recalcitrantes de este tiempo latinoamericano.
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Vargas Llosa y el liberalismo
Publicado en  http://www.grupofueyes.blogspot.com/  el viernes 4 de marzo de 2011


Les reenviamos una nota de Horacio González publicada por Página 12 el 16 de Enero del 2011. Ya entónces Horacio hacía punta en el debate y la critica a un personaje que por varias razones conocidas está más cerca de los ideologos del pentagono que de las democracias latinoamericanas.

También agregamos la carta que inició el debate y un pequeño reportaje que publica Página donde Horacio intervine para que la sangre no llegue al rio y como un "león herviboro" rescata los consejos aristotélicos sobre la política: la prudencia, áun en el error.

González hizo público algo que muchos pensamos, y en esta y otras partidas, compatimos las filas y el orgullo de tenerlo como director de la Biblioteca Nacional en el proyecto nacional y popular que encarna nuestra presidenta.

Saludos a todos.
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Por Horacio González

No es fácil reprobar el liberalismo si lo vemos en el largo ciclo de gestación del mundo moderno. Sentimos esa dificultad aun ahora, cuando todavía se lo invoca bajo el criterio tradicional de la intangibilidad del individuo frente a la “razón de Estado” o ante los poderes corporativos. El caso de Robert Cox y su ejemplar actuación al frente del Buenos Aires Herald en los años ’70 sirve para evidenciarlo. Por supuesto, mirado el liberalismo a través de su evolución contemporánea, aparecen rostros suyos ya no tan decorosos. Especialmente, el de no ser más una ética de la responsabilidad política sino el último refugio de las más crudas derechas económicas. Desde esos cortinajes emanan las críticas a las políticas públicas, a las intervenciones razonadas del Estado, a los populismos social-democráticos y a los socialismos épicos del siglo ya transcurrido. Ya sea porque el liberalismo se convierte en un pretexto para exhibir mutiladas fórmulas conceptuales en sociedades que requieren nuevas armazones institucionales, ya sea porque las instituciones de la civilización son instrumentadas para acunar nuevos despotismos económicos, el liberalismo es una palabra remanente, vencida. No lo ha derrotado ejército alguno. Es víctima de sus propias inconsecuencias: no dice ya lo que su significado remoto quiere decir, ni quiere decir ahora lo que en sus historias antepasadas había significado.

Pero una situación interesante se presenta en relación con la obra de Mario Vargas Llosa. Su última novela, El sueño del celta, contiene un breviario del credo liberal de quien la escribe, a la manera de una novela de tesis pero, como veremos, invertida. Es la historia de un personaje históricamente existente, que se situará en los antípodas de ese mismo credo. En verdad, Roger Casement, en su dramática conversión desde su papel de cónsul humanitario del Foreign Office a diplomático prominente del ejército de liberación irlandés, nos sorprende como una figura fanática, un militante iluminado y cercano a un orden sacrificial, tal como los que Vargas Llosa acaba de condenar en su discurso de aceptación del reciente Premio Nobel de Literatura.

El novelista premiado condena; pero el novelista sumergido en la penumbra de su gabinete literario traza de manera honrosa el via crucis de su personaje. ¿Cómo pensar esta discordancia? Ya Vargas Llosa, que ha pulido para alivianar en sí mismo todo lo que había recibido de Faulkner, Flaubert o Conrad, lo ha explicado muchas veces. La novela moderna nace del distanciamiento de los autores respecto de sus personajes, produciendo una voluntaria e irónica suspensión del juicio moral que fundamenta el oficio mismo del escritor.

Vargas Llosa se ha informado en bibliotecas y archivos para construir la historia de Roger Casement, biografía trágica de la insurgencia irlandesa a comienzos del siglo XX. Su periplo afiebrado, propio de un poseído, es seguido por Vargas Llosa con su trabajo bien probado de novelista. Ciertamente, no deseamos ser quienes al discutir con él neguemos sus destrezas. En el Congo belga y en el Amazonas peruano, los informes de Casemet, obtenidos a partir de grandes escenas de ludibrio y suplicio, cumplen con la premisa del personaje tan exaltado como piadoso. Fulmina a los representantes europeos del colonialismo y los empresarios vernáculos que sostienen con formidable hipocresía una fachada empresarial con sede en Londres y, simultáneamente, feroces técnicas de servidumbre en el interior de las selvas y posesiones de ultramar.

Pero aquí hay una primera observación a realizar, que Vargas Llosa deja flotando: el hechizado Casement, ciertamente con el apoyo de la diplomacia inglesa, pone la denuncia a los explotadores colonialistas en el gesto primordial de su acción. Esto originará quiebras empresariales, abandono de poblaciones, pérdida de espacios económicos que podrían ser sometidos a otras ocupaciones tanto o más siniestras. Cualquier tema que asuma el fanático, aun el que sea justo de toda justicia, puede provocar peores efectos que los que contribuiría a evitar. Implícita moraleja liberal: cuidado al intentar impedir los males, podemos agravarlos.

¿Era entonces la manera correcta de proceder? Casement tiene inclinaciones mesiánicas. Sus elecciones morales son las adecuadas, pero las consecuencias de su acción son las producidas por un verdadero “fundamentalista”, concepto que Vargas Llosa no emplea pero ha surgido de la fragua contemporánea de la conciencia liberal aligerada de densidades históricas. La lección de Vargas Llosa –no del novelista sino la del hombre de profesión de fe liberal– sería equiparable a la de quien se indigna por la esclavitud moderna pero no aceptaría un denuncismo desatinado que no mida las consecuencias de su denuncia. Pero no es esto lo que está planteado en la literalidad de El sueño del celta. Vargas Llosa está genuina y ficcionalmente amarrado a su personaje y lo necesita extremista, en su oficio de ángel revelador de todas las penurias humanas, para justificar luego la plena asunción por parte de Roger Casement de la causa de la Irlanda irredenta.

Es ahí, ya convertido en un nacionalista radical, que mostrará su veta fundante, una militancia alucinada en un momento histórico singular, a la que es llevado por haber asimilado la situación de opresión en el Congo y el Amazonas con el avasallamiento que ejerce Inglaterra sobre Irlanda. Casement era partidario de asociar la insurrección irlandesa de 1916 a las operaciones del ejército alemán contra Gran Bretaña. Son temas que difusamente arrastran, con algunos ecos sofocados, ciertos nombres argentinos. Allí están las obras de Scalabrini Ortiz, de los hermanos Irazusta, el nacionalismo antibritánico, desde luego, y la veta “irlandesa” de la política nacional, un Walsh, un Cooke, y por qué no el coqueteo “irlandés” que realiza el “probritánico” Borges en Tema del traidor y del héroe, al que sin duda Vargas Llosa rinde tributo.

Una segunda cuestión es entonces la conversión de Casement desde su condición de agente humanitario del Imperio, en el límite del escándalo, hasta tornarse representante juramentado del Alzamiento protagonizado por la Hermandad Republicana Irlandesa. Si su ultrismo de denunciante de la explotación colonial dejaba consecuencias heréticas para los Imperios, su tesis de la alianza con la Alemania del Kaiser tenía sus dilemas, aun para los cenáculos iluminados por el santoral político de los partisanos de Dublín. Dijimos que la novela de Vargas Llosa sería asemejable a una tesis vista por el revés: el fracaso de la iluminación mística lleva a que la conciencia liberal sea la salida política para el mundo. Pero no sólo no lo dice así, sino que sus personajes, como en casi todas su novelas –basta recordar la Historia de Mayta, La guerra del fin del mundo, Pantaleón y las visitadoras, la misma Conversación en la Catedral–, son sujetos inocentes que poco a poco ascienden a la cima de un poder que es sectario y demoníaco. Son tratados, sin embargo, a la luz de la empatía que les presta el novelista, aunque luego en sus foros liberales a éste le será fácil enviarlos al cadalso. Si esto es posible, entonces se resienten sus propias novelas, posiblemente ya engendradas para que el ciudadano liberal cosmopolita Mario Vargas Llosa condene los temas y personajes de las novelas del escritor peruano Mario Vargas Llosa.

Lo que tienen de tesis las novelas de Vargas Llosa, entonces, suele estar menos en sus propios desarrollos que en los actos políticos del liberalismo un tanto fanatizado del escritor en tanto ideólogo –pues con alguna compensación personal tenía que contener su sinuosa predilección novelística por esas almas extremas, atormentadas–. Bajo el peso de sus mismas inmolaciones, ha condenado en el tribunal del Premio Nobel a los sediciosos utópicos, a los cándidos militantes, a los obcecados revolucionarios al borde del escepticismo, que son sus polichinelas y esperpentos, a fin de mostrar un liberalismo universalista, munido de un sumario antitotalitarismo, llamando a “recuperar las libertades” en Venezuela, Cuba, Bolivia, Nicaragua. Además, poniendo como ejemplos relumbrantes a Chile o a Brasil. Naciones réprobas o naciones benditas, aquí tenemos sus temas del “traidor y del héroe liberal” en materia de países.

A la Argentina en su discurso no la nombra, deja la tarea para lugartenientes y vicarios. Asimismo convocará a desterrar las quimeras revolucionarias y las militancias expiatorias. Todo un programa, que solemos leer, profusamente reiterado, en muchos articulistas del diario La Nación, y en tantos otros, si deseáramos evocar con propósito polémico el rastro que deja por el mundo este vigía de “las libertades en peligro”.

¿Hay una novela liberal? Si las hubiera, lo serían por su estilo. Por ejemplo, las de Jorge Amado lo podrían ser, pero no por sus temas ni por la voluntad del propio escritor brasileño, por cierto bien recordable por sus compromisos sociales. Vargas Llosa, en cambio, si bien ha esmerilado los toques de realismo simbolista, irónico y educadamente decadentista que de alguna manera lo inspiran, ha conseguido como hombre público hacer emplazamientos de alerta dirigidos a los espíritus “edificantes” en torno del “populismo”, el “intervencionismo estatal” y otras señaladas malignidades que exhorta a repudiar. ¿Es esto lo que lo llevaría a execrar buena parte de sus elecciones literarias, esas conciencias aventurescas que pone en juego? Como hombre político liberal acaso está en el extremo opuesto de mucho de lo que expone en sus ficciones históricas, pero es como si quisiera decir que sólo después de arduas conversiones personales es posible ser un buen liberal.

Si muchas de sus criaturas eligen conversiones hacia la fascinación insurreccional, él las experimenta desde hace mucho tiempo en dirección a la zona de las Fundaciones Internacionales del Liberalismo en todas sus ramificaciones económicas y acepciones: el hipócrita liberalismo de combate, de índole empresarial, el más chirle de índole profesoral, el que alienta procesos de desestabilización en las grandes experiencias políticas latinoamericanas y finalmente el de los conversos.

Todo tiempo histórico sabe mucho de conversiones morales e ideológicas. Es su máximo resorte. El drama de la conversión de Leopoldo Lugones, un extraño liberal, antes socialista, en dirección a una heroicidad insufrible o hacia jefaturas oraculares, siempre fue más interesante que las conversiones de los hombres de izquierda hacia la cartilla liberal. Es que el converso es la prueba de fuego de cualquier empresa política o ideológica. Como siempre ha ocurrido, todos cambiamos y lidiamos con distintas explicaciones autobiográficas sobre nuestros cambios personales. Pero no es noble ofrecerse como converso para avalar las figuraciones que antes reprobábamos, pues en este caso es adecuado, cuanto menos, el gesto del futbolista que no festeja su gol en la valla del equipo en el que antes jugaba.

Héroe de la gran prensa establecida en esas estaciones de reaccionarismo cultural y político, Vargas Llosa es casi un nombre argentino. No ve la compleja pero atractiva hora que vivimos, quiere sacudírsela de encima, pero deja convivir en él los rastros de sus viejos símbolos rotos y la conciencia ya asentada del temor por su propio pasado. Se pasea como marioneta ambulante, aunque no tiene derecho a aleccionarnos sólo por seguir escribiendo sobre los personajes turbulentos de una historia demasiado familiar. No es respetable, aunque sus fantasmas puedan serlo.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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Sr. Carlos de Santos

Presidente de la Cámara del Libro

Estimado Carlos:

Ha cobrado estado público la sorprendente presencia de Mario Vargas Llosa como partícipe central de la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires. Le escribo como ciudadano, como director de la Biblioteca Nacional y como lector que aprecia la literatura de Vargas Llosa, a quien he seguido desde La ciudad y los perros hasta El sueño del Celta. No me mueve así ningún despecho ni deseo de limitar su voz –que no precisaba del Premio Nobel para ser justamente difundida- al decirle que considero sumamente inoportuno el lugar que se le ha concedido para inaugurar una Feria que nunca dejó de ser un termómetro de la política y de las corrientes de ideas que abriga la sociedad argentina. ¿Pero no sería este el máximo nivel de facciosidad al que llegaría este evento que a lo largo de los tiempos atravesó toda clase de vicisitudes y supo mantenerse como digno exponente de la cultura universal del libro? Es sabido que hay dos Vargas Llosa, el gran escritor que todos festejamos, y el militante que no ceja ni un segundo en atacar a los gobiernos populares de la región con argumentos que lamentablemente no solo deforman muchas realidades, sino que se prestan a justificar las peores experiencias políticas del pasado. Mucho tememos que no sea el Vargas Llosa de Conversación en la Catedral el que hable en la Feria sino el Vargas Llosa de la coalición de derecha que en estos mismos días realiza una reunión en Buenos Aires. Considero que para la inauguración hay numerosos escritores argentinos que pueden representar acabadamente un horizonte común de ideas, sin el mesianismo autoritario que hoy aqueja al Vargas Llosa de los círculos mundiales de la derecha más agresiva (aunque so pretexto de liberalismo), que diferenciamos del Vargas Llosa novelista, que mantiene viva su sensibilidad como autor de grandes ficciones del realismo histórico-social. Lo invito a que reconsidere esta desafortunada invitación que ofende a un gran sector de la cultura argentina y que junto a las respectivas comisiones directivas de la Fundación El Libro determine que la conferencia de Vargas Llosa –que podríamos escuchar con respeto en la disidencia- se realice en el marco de la Feria pero al margen de su inauguración, y que para este evento inaugural, como es costumbre, se designe a un escritor argentino en condiciones de representar las diferentes corrientes artísticas y de ideas que se manifiestan hoy en la sociedad argentina.

Afectuosamente

Horacio González

Director de la Biblioteca Nacional

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Por Silvina Friera


Horacio González tuvo una jornada agitada. Empezó a recibir llamados de las radios a las seis de la mañana. No necesita decir ni una palabra: sus ojeras hablan solas. Pero el cansancio no menoscaba su ironía barroca. “Esta fue mi carta retirada, así como en la gran literatura de (Edgar Allan) Poe y en el psicoanálisis existe la carta robada”, bromea el sociólogo. El director de la Biblioteca Nacional dice que mantiene su opinión sobre Mario Vargas Llosa y que le gustó poder conversar con la presidenta Cristina Fernández. “Este episodio creo que aumenta la capacidad pulmonar democrática del país, considerando que la propia Presidenta intervino en él”, subraya en diálogo con Página/12.

–¿Cómo tomó la decisión de Cristina Fernández? ¿Cree que fue “desautorizado”? –El diálogo con la Presidenta fue muy amable y extenso, en dos oportunidades: a la mañana, antes del mensaje parlamentario, y a la tarde. Tomó con mucho interés la cuestión, hizo preguntas y me pidió que hiciera una carta que expresara también el contenido de la conversación que tenía con ella, ya que yo había dado un parecer desde una institución pública. Es cierto que con una puntita de jocosidad, hizo una especulación sobre las alternativas dilemáticas que caracterizan la relación del funcionario con el intelectual. Como yo había dado una opinión adversa a que Vargas Llosa encabece el acto inaugural de la Feria –no a que diera su conferencia magistral–, la Presidenta me aseguró que comprendía el tema pero que pensaba que no era competencia de la institución pública esa formulación. Le pareció plenamente vigente el debate, pero me dijo que sería oportuna una aclaración de que incluso al hablar, con correctos planteos argumentativos, se podía interpretar que las instituciones del país no tenían claro su papel de garantía en última instancia de todo lo que se expone y proclama en el seno de la sociedad. No otra cosa pensé siempre: debate estricto, argumentado, e instituciones públicas de resguardo de la palabra cultural y política.

–Se podría decir que al debate que usted alimentó se suma la fuerza que le dio la Presidenta a la libre expresión de las ideas políticas en la Feria del Libro, y el respeto por la palabra de un escritor, como Vargas Llosa, que ha sido muy duro con el gobierno argentino. ¿Qué opina? –Creo que esas opiniones no eran lo más importante, pues se trataba de considerar la urdimbre en la que se mueve el Vargas Llosa político. Ojalá en vez de decir las torpezas que dice sobre la Argentina pudiera decir algo parecido a lo que se desprende de la densidad histórica de algunas de sus primeras novelas. Sus actuales amigos políticos tienen mucho que ver con lo que, parafraseando a Conversación en la Catedral, sería la pregunta: ¿cuándo se jodió la Argentina?

–¿Por qué cree que la Fundación El libro no tuvo en cuenta las conocidas intervenciones políticas de Vargas Llosa y el malestar que podría generar entre muchos escritores que sea él quien inaugure la Feria? –No conozco por dentro a la Fundación, pero considero que han tomado en cuenta la presencia de un Premio Nobel, argumento arrasador para cualquier editor, aunque no para los que a mí me gustan. Este episodio, no obstante, creo que aumenta la capacidad pulmonar democrática del país, considerando que la propia Presidenta intervino en él.

–En un año electoral no es nada inocente ni ingenuo darle la palabra a Vargas Llosa, ¿no? –Nadie es inocente en la Argentina, pero de vez en cuando conviene caer en la verdad de los candorosos. Un llamado al debate democrático sin preconceptos ni operaciones periodísticas puede ser un modesto nirvana cívico para recorrer caminos más originales de transformación social y cultural.

–¿Cómo sigue este debate entre política y literatura? –Borges, Céline, Lugones, son ejemplos del cuerpo escindido de la literatura. Un alma innovadora en los signos literarios y un tejido reaccionario o conservador en las intervenciones públicas. ¿Qué decir de esto? Concibo una Feria del Libro como apertura y no como cierre de este debate

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