sábado, 3 de marzo de 2012

Carroñeros. La utilización política de la tragedia de Once

Por Ricardo Forster
 
“El ferrocarril debe cesar de estar al servicio de su propio interés. Debe dejar de perseguir la ganancia como objetivo. Debe cambiar por completo la dirección y el sentido de su actividad para ponerse íntegramente al servicio de los requerimientos nacionales.

Casi diría que el ferrocarril nacional deberá combatir, ante todo, contra sí mismo, contra su propia política”.

Raúl Scalabrini Ortiz



El pasado, el presente y el futuro no son simples formas verbales que nos sirven para describir la temporalidad de una acción; son, a su vez, los núcleos de un antiguo litigio que atraviesa la vida social allí donde los relatos que le dan sentido a nuestra travesía por el tiempo surgen de las distintas maneras, muchas veces antagónicas, de entender lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando y lo que nos puede llegar a pasar. Así como no hay una mirada histórica neutra, tampoco hay una intervención sobre los sucesos del presente que pueda ser despojada de su intencionalidad. Todo relato supone, lo diga o no, lo sepa o no, una elección y un recorte que redefine nuestra comprensión del pasado y nuestra imaginaria aproximación hacia el futuro. Una antigua batalla por el sentido atraviesa la vida histórica y se corresponde con la puja por la hegemonía cultural (la derecha, y sus intelectuales, siempre lo ha sabido). No hay proyecto de nación sin un relato que le imprima a su itinerario un desde dónde y un hacia dónde. El problema no pasa por aceptar o no este mecanismo cuasi literario sino en creer que el relato todo lo puede ante una realidad que nada tiene que ver con lo que ese mismo relato señala como supuestamente verdadero. No hay proyecto que se sostenga sólo y exclusivamente amplificando, a los cuatro vientos, una ficción histórica o una virtualidad que nada tiene que ver con la materialidad de la vida real. Es absurdo pretender sostener un modelo de país a través de una fábula, por más brillante que esta pueda ser, expuesta a los ojos de la opinión pública sin ningún correlato con la realidad y sin haber provocado cambios sustanciales en la sociedad. El relato puede darle espesura y sentido a una etapa histórica y habilitar los complejos y muchas veces enigmáticos mecanismos capaces de promover la empatía entre un proyecto político y amplios sectores populares pero lo que no puede hacer es inventar aquello que no existe ni darle entidad verídica a lo que sale del sombrero del mago.

No resulta sorprendente que desde las usinas opositoras, no las que se encuentran en el interior de los partidos políticos sino aquellas otras, las decisivas, que funcionan desde el engranaje mediático, se busque transformar la tragedia de la estación Once, con sus muertos irredimibles y su inmenso dolor a cuestas, en la tan deseada fisura por la que entrarle al Gobierno tratando de herir el corazón del relato kirchnerista al que acusan, así lo hacen los intelectuales orgánicos de la oposición, de haber no sólo extraviado el rumbo sino, fundamentalmente, de haber perdido el hilo de su propia ficción desnudando su supuesta irrealidad. Ha regresado, con nuevos bríos, al argumento de la impostura pero, ahora, con el agregado de la puesta en evidencia, así lo sostienen, de la estructura inverosímil de un relato, el kirchnerista, que se hace añicos ante la dureza de una realidad que viene a desmentir la mitología nacional y popular. Creen haber encontrado, ¡por fin!, el flanco débil, la zona de zozobra que, hasta ahora, les había resultado inhallable. Sin rubor ni pudor buscan sacarle rédito a la tragedia creyendo, porque también se trata de una ilusión, que nada de lo acontecido a lo largo de casi nueve años en el país ha significado una profunda y decisiva transformación cuyo horizonte principal ha sido y sigue siendo reconstruir la memoria efectiva de la igualdad junto con la reinvención de la palabra política después de décadas de hegemonía neoliberal. Creen, porque suelen vivir en el interior de una burbuja (la misma que los llevó a escribir y a hacer público el documento de los 17 intelectuales y periodistas sobre Malvinas el mismo día en el que el país se enlutaba con la tragedia ferroviaria y construyendo argumentos que ni a ellos mismos les pueden resultar mínimamente verosímiles), que las mayorías populares son irreflexivas, ingenuas o simplemente masa amorfa de maniobras especulativas de saltimbanquis y aventureros de la política capaces de inventarles un relato que nada tiene que ver con sus vidas reales. Desprecio, altanería de clase y diversas formas de la injuria antipopular se cuelan por ese tipo de argumentación. Y eso más allá de lo terrible de una tragedia que expone un flanco débil del Gobierno y que le exige, en nombre de los dañados, reformular inmediatamente una estrategia desacertada en relación a los ferrocarriles.

A ellos, en verdad, no les interesa debatir qué política ferroviaria, para qué, para quiénes y con qué recursos (incluyendo a qué sectores hay que “tocar” para conseguir esos recursos sin los cuales todo plan ferroviario no es otra cosa que una ilusión o un juego retórico de quien no tiene responsabilidades de gobierno). No les interesa discutir lo que hoy está en disputa en la Argentina (del mismo modo que cuando se disputó parte de la renta agraria extraordinaria se pusieron inmediatamente del lado de los dueños de la tierra que, desde los orígenes de la Nación, han expresado la inclemencia del poder, su avidez de riquezas y su dominio explotador y oligárquico de los sectores populares). Su principal objetivo (y eso con independencia del supuesto progresismo al que dicen adscribir) es lastimar al único gobierno que en el último medio siglo ha logrado invertir el eje del poder y de la dominación reabriendo la posibilidad de que las mayorías populares se reencuentren con derechos y conquistas expropiados por los mismos que se regocijan con las opiniones de ciertos intelectuales más preocupados por los “pobres” kelpers que por reconstruir los caminos de la equidad en el país, que es lo que está haciendo el kirchnerismo que ellos atacan con profundo resentimiento. De un gobierno que, con sus contradicciones, sus errores y sus aciertos ha salido a disputarles la hegemonía a los dueños eternos del poder como no se lo hacía desde el primer peronismo. Su alucinada intención es convencer a los argentinos de que no sólo no estamos mejor sino que todo es el resultado de un relato engañoso e impostor que al mismo tiempo que discursea lo que no hace a favor de los pobres no ha hecho otra cosa que maquillar el rostro de una sociedad que sigue igual o peor que en los años ’90. Nada ha sucedido en estos años, todo es una inmensa fábula que finalmente se va desarmando. Sus plumas se mueven ágiles para pertrechar de argumentos a la estrategia de la corporación mediática.

La lógica del desprecio los ha llevado, incluso, a enfrentar la decisión del Gobierno, a la que se sumó el amplio espectro de la oposición política, de avanzar, por la vía de la paz, en los justos reclamos de soberanía sobre las Islas Malvinas. Su argumento es canalla e inverosímil allí donde intentan deslegitimar la potencia de la vida democrática recobrada en el país tratando de establecer un hilo secreto entre la aventura belicista de la dictadura genocida y una actualidad kirchnerista que ha vaciado, eso escriben y piensan, la democracia y que, incluso, amenaza con reducir a nada los derechos de los habitantes de las islas. Silencio ante la historia de despojo colonial, mayor silencio ante la violencia imperial inglesa, continuidad del silencio a la hora de poner en evidencia el modo como en esas sociedades se transforma en delincuentes a quienes, provenientes de antiguas colonias mil veces saqueadas, buscan en Europa una posibilidad de darles pan a sus hijos. Nosotros, una vez más, somos los bárbaros, los que estamos dispuestos a exportar nuestra intolerancia y nuestro autoritarismo en nombre del “patrioterismo”. Ellos, los británicos, son los exponentes del derecho y de la democracia. Este es “su” relato y, con él, salen a confrontar al relato kirchnerista.

Un acontecimiento, cuando lleva la marca de lo excepcional, tiene la facultad de romper la monotonía de la repetición, guarda en su interior la potencia de lo disruptivo, de aquello que conmueve lo establecido y lo aceptado abriendo derivas insospechadas. Un acontecimiento adquiere, a veces, la forma de la ruptura haciendo imposible que las cosas sigan el mismo curso que seguían hasta ese instante en el que algo sucedió. Un acontecimiento modifica imaginarios sociales, trastoca lo cotidiano, interrumpe lo inercial y dibuja otro escenario que viene a confrontar con el previamente aceptado y conocido. Un acontecimiento tiene el rasgo de la imprevisibilidad aunque las señales para su advenimiento hubieran estado a la orden del día. Un acontecimiento desafía hegemonías, estrategias, racionalidades, deseos, proyectos, programas, planes y lo hace, en ocasiones, de un modo urgente y radical. Nada es más complejo y complicado para cualquier gobernante que enfrentarse a las irradiaciones de un acontecimiento. La manera como se para ante él define, hacia adelante, su madurez, su audacia, su inteligencia y su coraje para hacerse cargo de las novedades y de las exigencias que todo acontecimiento suele producir. Acontecimiento y política son dos términos que, en general, no se han llevado bien aunque sus caminos no han dejado de cruzarse hasta el punto de que sería inimaginable la genealogía de la política haciendo abstracción de esos puntos de inflexión que llevan el carácter del acontecimiento y la excepcionalidad. El primero se mueve por los territorios de lo imprevisto, de lo emocional, de lo urgente, de lo que reclama un giro de los tiempos, de lo que viene a disolver, en un instante cargado de potencia muchas veces destructiva, lo dominante; la segunda, la política, prefiere tiempos serenos que habiliten la planificación y que no tengan que responder a las urgencias aunque también sabe, y lo lleva en sus genes, que la calma y la serenidad no suelen ser lo propio de las realidades sociales en países como los nuestros en los que casi todo sigue por resolverse. La política tiene que lidiar con la tensión entre el acontecimiento y la durabilidad, entre la emergencia de lo dislocante y la necesidad del largo aliento. Pero hay veces en las que el propio acontecimiento le ofrece a la política la oportunidad para salir del empantanamiento. Lo terrible es cuando eso es el resultado de una tragedia. Existen umbrales que al cruzarlos nos impiden regresar al punto de partida.

Los tiempos de la política, se sabe, no responden a las leyes de la causalidad física ni se despliegan de acuerdo con un ordenamiento lógico y previsible. No se trata, cuando de la política y de la sociedad se habla, de fenómenos de la naturaleza ni de construcciones teóricas que intentan capturar la complejidad de la vida en una regulación estadística. La previsibilidad se entrama con el azar, la planificación con lo inesperado, la calculabilidad con lo enigmático, las conductas sociales diseñadas de acuerdo al sociologismo de encuesta se encuentran con la variabilidad imprevista de los humores sociales, la ingeniería de los expertos suele chocarse con la resistencia, inesperada, de los “materiales” a los que tiene que amoldar siguiendo un plan trazado de antemano. La política convive y negocia con la ambigüedad y la contradicción, con lo posible y con los deseos imaginarios de los millones de individuos que habitan en el interior de una sociedad, con la multiplicidad y la diversidad de lo social y con el intento de ordenar esa polifonía de voces, intereses, experiencias y perspectivas bajo el manto protector de un proyecto compartido que, sin embargo, guarda en su interior la trama, a veces visible y otras invisible, de conflictos no resueltos provenientes de otros estratos de la vida colectiva o que acechan en un horizonte no tan lejano. Nada más ingenuo que imaginar que la “paz eterna” se corresponde a las prácticas sociales. Toda quimera de una “comunidad organizada” se choca, tarde o temprano, con lo fallido de cualquier sueño de totalidad. El lenguaje político nace del conflicto y la desigualdad, es expresión de lo no resuelto y se desvanece cuando lo que supuestamente prolifera es la unidad indivisible o la pastoral de vidas pasteurizadas por la ficción del consenso absoluto.

La política es el arte de lidiar con este caleidoscopio en el que las imágenes de la economía, de las clases sociales, de la historia, de los litigios, de las desigualdades, de las injusticias, de las estructuras silenciosas que vienen de ayer, de las innovaciones tecnológicas que modifican la vida, de la proliferación identitaria que no acepta ser reducida a una unidad, de los múltiples lenguajes socio-culturales, de una globalización convertida en una entidad mágica que une lo distante y compromete el destino de un país de acuerdo a lo que pueda estar sucediendo a miles y miles de kilómetros de distancia, se entrelazan para ofrecernos el cuadro de una realidad que tiene poco de sencilla. La ficción es suponer que la política puede actuar haciendo abstracción de todas estas variables, como si su potencia o su razón de ser estuvieran en su capacidad de imponer, sobre esa misma realidad compleja, laberíntica y cambiante, la homogeneidad planificada.

La política se enfrenta, lo acepte o no, a los límites de cualquier mecanismo de abstracción o de simplificación que suele responderles a sus cultores con el rostro, en general horroroso, de lo no previsto. Saber lidiar con esa alquimia de necesariedad y fortuna, diría el viejo Maquiavelo, es el secreto de la política y del político que reconoce que nada es transparente ni unidireccional en el infinito universo de los asuntos humanos. A veces, mientras todo parece calmo, la llegada de la fatalidad vuelve frágiles las antiguas fortalezas. A veces aquello que llamamos “fatalidad” no es otra cosa que negación o imprevisibilidad. Hay una distancia, a veces ínfima y otras mayúscula, entre el “accidente”, asociado a la “fatalidad”, y la tragedia ligada a la profecía autocumplida. El espanto del miércoles en la estación de Once se vincula más a la segunda que a lo primero aunque el diablo siempre meta la cola. Pero para que lo pueda hacer es necesario que se le faciliten las cosas. El horror de lo imprevisto desnuda el límite de una política o de su carencia y exige, al político audaz y comprometido, actuar con prestancia, con determinación y con inteligencia haciéndose cargo de las causas de esa “tragedia” que no debía haber ocurrido pero ocurrió. Ante las dificultades se templa la potencia de una política que precisamente se ha caracterizado por enfrentarlas sin complejos, con ideas y con coraje. La tragedia de Once se ha convertido en un enorme desafío para quienes han venido transformando al país de acuerdo a una política de reparación, de reconstrucción de derechos y equidades que no pueden quedar encerradas entre los hierros retorcidos de un tren desmadrado que se devoró la vida de decenas de trabajadores.

La tragedia de Once constituye un punto de inflexión allí donde lo que se puso en evidencia es la continuidad, al menos en el raquítico sistema ferroviario que todavía subsiste, de concepciones y prácticas que nada tienen que ver con el espíritu de lo que viene sucediendo en el país desde el año 2003. Los coletazos del modelo neoliberal persisten allí donde aquello que debería ser considerado un bien público es convertido en un espacio de rapiña y de rentabilidades constituidas al amparo de un sistema de subsidios que sigue reproduciendo un esquema devastador para el propio ferrocarril. El Estado nacional no ha sabido o no ha podido, hasta ahora, salir del espantoso laberinto de las concesiones privatizadoras del sistema ferroviario diseñado diabólicamente por el menemismo, época en la que palabras como “servicio público”, “beneficio social”, “ferrocarril”, “Estado” remitían, en el sentido común dominante durante aquellos años, a corrupción, caja negra, burocracia, ineficiencia y cuanto mal estuviera al alcance del discurso destructor del patrimonio social de los argentinos. La red ferroviaria fue una de las más afectadas junto con el proceso de desindustrialización, extranjerización de la economía y endeudamiento que caracterizó a la estrategia neoliberal. El gobierno actual ha logrado revertir el rumbo en núcleos decisivos de la vida social, económica, política y cultural, y lo ha hecho con gran convicción y enfrentando desafíos destituyentes de esos mismos poderes hegemónicos durante tantas décadas. Donde todavía no ha podido revertir tanta destrucción y corruptela ha sido en esa zona neurálgica de la vida social que es el transporte. Lo venía intentando antes de la tragedia de Once con la implementación de la tarjeta SUBE que busca cambiar el mapa y el sentido de los subsidios. Los tiempos se aceleraron dramáticamente y las decisiones ya no pueden responder a un organigrama anterior al desastre que se cobró 51 vidas. La Presidenta de la Nación lo ha comprendido y su discurso de Rosario va en ese sentido.

Frente a ese entramado multifacético con el que se muestra una sociedad y al que tiene que responder cualquier concepción o ideología política con aspiraciones de gobernar, se levanta el discurso de la simplificación, la gramática de lo blanco y negro, el reflejo inmediato de reducir esa diversidad a una explicación reduccionista que suele operar con los recursos de los lenguajes comunicacionales más dispuestos a bloquear las preguntas inquietantes y deudoras de la complejidad de lo real que a procesar con instrumentos idóneos esa misma constitución ambigua y contradictoria de la sociedad. La máquina de simplificar es correlativa al empobrecimiento de los sujetos a los que interpela esa máquina y, la mayoría de las veces, se corresponde también con lo paupérrimo del lenguaje político. Los medios de comunicación, al igual que la industria de la cultura y que la sociedad del espectáculo, son el resultado, y no lo previo, de las profundas mutaciones que se han venido produciendo en la vida contemporánea y en el interior del capitalismo tardío. Pedir que esas corporaciones mediáticas actúen de acuerdo a la complejidad sutil de la realidad es pedirle peras al olmo, es ir contra su naturaleza que, eso resulta evidente, prefiere moverse en torno a una transparencia artificial y virtual que ante la opacidad y la polisemia de la vida social. Nada resulta más sencillo, para la retórica massmediática, que producir una empatía entre el acontecimiento, reducido a su mínima expresión, y la necesidad de la misma sociedad de “capturar” de modo sencillo y claro lo que de ninguna manera lo es. Efecto y simplificación son insumos mediáticos que se corresponden con “la esencia” de un dispositivo que tiende, de una manera inercial, al reduccionismo antes, incluso, que a dar cuenta de la respectiva orientación ideológica del medio del que se trate. Hay algo anterior a la estrategia política. El amarillismo, la impudicia del todo vale, el morbo generalizado instituyen, anticipadamente, lo que luego será propio de la manipulación.

Dicho esto, queda también claro que “Once” es la contraseña belicosa de la oposición corporativo-mediática y ahora también de sus escribas. Como buitres que están al acecho se lanzan sobre el sufrimiento para intentar, una vez más y con total impudicia, horadar al gobierno transformándolo, así lo desean, en el responsable de tantas muertes. Eligen, como siempre, la estrategia de la simplificación unida a la repetición machacadora y al golpe bajo de imágenes terribles y de altísimo impacto social. El Gobierno lo sabe, siempre lo supo, cualquier debilidad, cualquier error, cualquier impericia, cualquier fisura por la que se cuele la corrupción se convierten inmediatamente en insumos para la destitución. Por eso está obligado, una vez más, a tomar el toro por los cuernos y responderle al cinismo de esa oposición corporativo-mediática (la misma que festejó las privatizaciones y las estrategias neoliberales de los ’90 y que alimentó el discurso antiestatal y antiferroviario y que hoy, mutatis mutandi, se desgarra las vestiduras ante el brutal desmantelamiento de la red ferroviaria exigido por el FMI y el Banco Mundial pero previamente trazado desde Frondizi en adelante y asociado a la lógica privatizadora que se profundizó desde el ’76), reformulando, bajo la potencia emancipatoria del lenguaje político, un plan ferroviario nacional que les devuelva a los argentinos un servicio social indispensable a la hora de hacer mejor la vida de los que menos tienen. Si esto fuera así el horror de la estación de Once encontraría, al menos y sin que se pueda redimir a los muertos, una impostergable reparación.

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